Luz y tinieblas

(X) Aglomeración (parte segunda)

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Los momentos previos eran casi tan importantes como la función en sí.
Función que entonces ascendía a la categoría de acontecimiento. Y que arrancaba antes de que arrancara.
Para mí se iniciaba cuando la hilera de personas que tenía delante, desaparecía. Llegaba mi turno. Cruzaba yo también el acceso (previa entrega de la entrada), y para mí, y entonces, era como cruzar un umbral que conducía a otro mundo; un mundo misterioso que, en varios sentidos, me interesaba más que el real.

Ahí estaba yo, ya fuera solo o acompañado, rodeado de desconocidos, desperdigados por doquier, yendo o viniendo (una representación a minúscula escala de una ciudad), cruzándose conmigo, o yo con ellos, y a quienes yo solo les prestaba la atención justa para no chocarles. En gran medida y en varios sentidos, eran un estorbo.
Ahí estaba yo, solo o acompañado, una vez más.
Me embargaba la emoción. Siempre. Y siempre se dibujaba una sonrisa involuntaria en mis labios. Sabía lo que me esperaba, y por muchas repeticiones que llevara, me gustaba como el primer día. O incluso puede que placer fuera acumulativo; cada vez era mejor que la anterior.

La fase previa seguía. Tras un breve paso por una suerte de vestíbulo, tocaba subir o bajar una escalera, o cruzar un pasillo. Era costumbre hacerlo al tiempo que observaba en torno: suelo, techo, pero sobre todo paredes. De ellas colgaban posters, muchas veces protegidos por cristales, los cuales me llamaban poderosamente la atención… pues eran reclamos de futuros acontecimientos. La sonrisa complacida iba y venía.
Había que ir con cuidado para no impactar con nadie, pero eso no era impedimento para que caminara con la cabeza girada mirando a un lado, destinando unos segundos a cada poster. Deteniéndome o no, me deleitaba viendo y leyendo la información que incorporaban. Imágenes y texto, que consultaba y archivaba en mi memoria. Echarles un vistazo más o menos prolongado a esos posters formaba parte de una suerte de ritual propio.

Ante mi aparecía ahora una especie de galería. A ambos lados se sucedían puertas de tamaño grande, de doble hoja, al fondo unos baños, y a la derecha se ubicaba un… cómo llamarle; un mostrador. Y tocaba pasar por allí para abastecerse. Era paso obligatorio; formaba parte del ritual.
Controlaba mentalmente el tiempo. Lo controlaba con acierto. Hubiera o no cola (normalmente la había; siempre hay cola, en todos lados, a todas horas) no había problema: disponía de tiempo de sobra. Estaba estudiado, planificado con anterioridad. No obstante, a veces me impacientaba…
Mi turno. El recipiente más grande de palomitas. Sí, saladas. No, nada de bebida. Gracias.
Me retiraba, y comía algunas. Las que corrían serio riesgo de caer al suelo, pues el recipiente rebosaba. Ahí, en ese lugar, había más posters pegados en las paredes. Masticaba despacio las primeras palomitas mientras los miraba. O remiraba, pues la mayoría eran copias de los que ya había consultado antes. Pronto me autocensuraba de comer más, dándome un imaginario manotazo en el dorso de la mano. No era el momento de comerlas. Todo seguía unas normas, sujetas a momentos.
Era, el conjunto, como el proceso de entrega de la carta al paje real para que se la remita a sus majestades. Para un niño, casi casi tan importante como la mágica entrega de regalos en la noche de Reyes. O como degustar mi plato de comida preferido. Cada segundo, cada paso y cada detalle eran importantes.
La actitud también lo era. Procuraba estar sosegado, libre de tensiones. Y, en tanto que fuera posible, dejando para más tarde pensamientos y preocupaciones concernientes al mundo real. Mente en blanco, o algo así.

Un murmullo colectivo flotaba en el ambiente, y la espera se hacía más o menos larga.
Le estaba dando, a todo el conjunto, una importancia exagerada; una importancia que objetivamente no tenía. Siempre lo hacía, y yo mismo me daba cuenta. Pero no podía evitarlo, y tampoco quería: no estaba haciendo nada malo. Ni nada llamativo. Cuando iba acompañado, fingía que todo aquello era un anodino proceso previo a entrar a la sala. No obstante, mi predilección era ir solo. En cualquier caso, solo era un chico con una actitud y un proceder normales. Estoy seguro. Lo vivía de un modo muy personal, pero era algo interior, que no repercutía en el exterior. Era mi forma de vivirlo: con intensidad. ¿Qué tenía de malo? Aquellos que tengan alguna pasión, por lo que sea, me entenderán.
Rodeando el cubo de las palomitas con ambas manos, esperaba unos minutos en esa especie de galería repleta de puertas grandes y posters repetidos. La fase previa se aproximaba a su clímax. Casi siempre tenía que esperar un poco, pues, o bien aún no había terminado la sesión en proyección, o bien estaban preparando la sala para los siguientes espectadores. Como decía, acudía con margen. Nada me desquicia más que acudir a ese lugar con el tiempo justo.

¡Ya está! Un empleado hacía señas; ya podíamos pasar. No tenía predilección por entrar antes o después, pero casi siempre entraba de los primeros… por el simple motivo de que me ubicaba cercano a la puerta.
Restaba recorrer otro pasillo, o subir otras escaleras, en este caso solo un tramo. Luego, torcer a derecha o a izquierda, unos pasos más, y sentarse en la butaca. Según mi libro de estilo, que como los más avispados habrán detectado, incorpora algunas manías, un tanto excéntricas, lo que correspondía en esa parte (y que sigo haciendo, muchos años después) era inspeccionar a mi alrededor. Me reclinaba, colocaba el cubo de las palomitas entre mis muslos, y, estirando el cuello, observaba como la gente iba entrando, y sentándose. Era bastante frecuente que apurara hasta el último segundo. Entonces, estando todo el mundo ya instalado, si era necesario, corría a cambiarme de localidad, a la que mejor se adaptara a mis necesidades de visualización, espacio y, en definitiva, confort. Era —y soy— de la opinión, que la experiencia se disfruta mejor contra más aislado estés del resto de seres humanos. Solo soy sociópata en estas situaciones; lo juro.
Normalmente conseguía mi objetivo de sentarme en un sitio que copara mis expectativas maniáticas, y tampoco era fruto del azar. Había escogido esa película y ese horario con la previsión de que hubiera la menor aglomeración de gente posible. Pero la vida está plagada de sorpresas desagradables, y ocasionalmente se daba el caso de que, en contra de mi vaticinio, la sala estuviera a rebosar. Cuando se daba esa trágica posibilidad, no me quedaba más remedio que hundirme en mi butaca, rebufar resignado, y masticar la incomodidad que me suscitaba que una parte de mi plan hubiera fallado. La vida es imperfecta: qué se le va a hacer.

Se apagaban las luces, en cadena o a la vez, y se completaba así el clímax. La enorme pantalla empezaba a escupir imágenes, el sonido que emergía de los distintos altavoces encapsulaba la sala, y entonces dejaba de ser un problema que estuviera rodeado de personas, o dejaba de tener valor que estuviera solo, pues tenía la capacidad para abstraerme del entorno. La tenía y la sigo teniendo.
Empezaban los tráileres, parte relevante de la función. Los tráileres eran el futuro escrito; la promesa segura de venideras experiencias.
Cuando terminaban, concluía la fase previa, iniciada largos minutos atrás, cuando avanzaba despacio detrás del grupo de personas que accedían en fila al interior del cine.
Aparecía el gran logo de la Warner, de Columbia, 20th Century-Fox, o el que fuera, y empezaba la función.
Ya podía comer palomitas hasta que se me pusieran los morros como Carmen de Mairena.
Volvía a esbozarse una sonrisa en mis labios. Tenía la certeza de que por muchas veces que lo repitiera, la sensación de gratitud, de satisfacción, sería idéntica.
Y, tanto antes, como durante, como después, no dejaba de pensar: Qué maravilloso invento, esto del cine.

Desde su aparición, el cine ha sido un fenómeno de culto. Y por derecho propio. No se le conoce como el séptimo arte por algún capricho de márquetin. Tiene argumentos de sobra como para convivir con las seis disciplinas artísticas que le han precedido: la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, la danza y la literatura y la poseía.
Sería entrar en un debate estéril el discutir en qué momento pasó a ser también un producto de entretenimiento, o si, por el contrario, siempre lo ha sido. Y no importa. Ver una película siempre es, y ha sido, y supongo que será, una excelente forma de evadirse, y de adquirir cultura, con independencia del orden.
Más allá de eso, es la expresión artística que mayores cambios a experimentado, y en menor tiempo. Al menos a nivel técnico. Aunque también a nivel social. Basta con un recorrido rápido por sus casi ciento treinta años de existencia para comprobarlo. Desde que los Lumière rodaron en plano fijo, y con pésima calidad de imagen, la salida de unos obreros de la fábrica —cuarenta y seis segundos que daban el pistoletazo de salida a más de un siglo de filmaciones—, pasando por el cine en blanco y negro, mudo o no, películas con efectos especiales caseros, hasta hoy, metrajes con una calidad de imagen y sonido, y unos efectos especiales espectaculares, los cambios técnicos para este arte han sido descomunales.
Pero a nivel social, decía, también ha experimentado importantes cambios. O, más que cambios, lo que ha vivido a nivel social es una evolución. Concibiéndose como un nuevo tipo de expresión artística, dudo que en su momento nadie pudiera calibrar el alcance que adquiriría. Pero pronto lo averiguarían. Su existencia se propagó deprisa, traspasando todas las fronteras, haciéndose mundialmente reconocido y consumido. Y empezó a fraguarse un suculento negocio en torno.
Unos años después de su aparición, posicionado ya alrededor del planeta, el cine presentaba una ventaja y un inconveniente que, quizá, seguramente, provocaba que se diferenciara del resto de expresiones artísticas: su creación estaba abierta a muchas sensibilidades, constituía un lenguaje universal, que a la vez era local, aplicable a cada país, y a cada autor, por supuesto, pero, por contra, para su manufactura hacían falta muchas personas, y variedad de medios. En otras palabras: una fuerte inversión.
Pintar un cuadro es cosa de uno; escribir un libro es algo individual y solitario; la música se hace entre unos pocos, o muchas veces basta con uno solo, etcétera. Pero para hacer una película eran necesarios varios profesionales, tanto pertenecientes al apartado técnico como al artístico, grandes inyecciones de capital, por supuesto tiempo, y recursos materiales variados y caros.   
Pero… estaba bien, pues su resultado no decepcionaba. Y tenía gran acogida. La gente acudía en masa a las salas de cine, pues ver una película en pantalla gigante era una experiencia. Una experiencia distinta a las conocidas, dado que era un arte que aunaba teatro, televisión, música, e incluso literatura.
Con todo, lejos de ser un invento que saliera mal, fue un éxito inmediato. Y rotundo. El arte que sumaba siete, había llegado para quedarse.
Y su evolución, en comparación con el resto, fue meteórica. Las producciones proliferaron con los años, y las técnicas de rodaje se perfeccionaban gradual e imparablemente. No tardó, como decía, en consolidarse a nivel planetario, lo cual sucedió gracias al público, el aliado imprescindible, que le daba su bendición, manteniéndolo en excelente estado de salud mediante su consumo masivo y regular. Implícitamente, el público pedía más.

Habemus nuevo arte.
Habemus negocio.

Durante todo el siglo XX constituyó un fenómeno cultural, de aprendizaje, de entretenimiento, para los más devotos incluso una forma de vida, de prolífica creación, apto para todas las sensibilidades e intelectos, y de fácil acceso.
Con todo, se podría considerar que, como arte, lo rodeaba un aurea de prestigio.

Antes, hace veinticinco o treinta años —que es hasta donde alcanza mi memoria—, un estreno venía precedido por una promoción. Durante semanas, o meses, se hablaba de la futura llegada de tal película. La anunciaban en la televisión, en la radio, en los periódicos… en el propio cine. Venía anunciada en posters, con el gancho publicitario a pie de página de <Próximamente>. En los tráileres que precedían a las proyecciones, también la publicitaban.

Hace veinticinco o treinta años, esa promoción calaba. Te venían hablando de tal película durante tanto tiempo que era difícil no recordar su futuro estreno. Y había algo más; algo que la dotaba de mayor valor: cuando finalmente llegaba a las salas, no traía consigo a toda una legión de compañeras. No. Estrenaban dos o tres o cuatro a la semana; no más. Y en los cines más pequeños, los de pueblo, ¡una! De este modo, no se atropellaban a sí mismas, zancadilleándose a sí mismas, logrando que cada película, en mayor o menor grado, tuviera singularidad: brillaba con luz propia.
No quedaba ahí la cosa. La mantenían en cartelera un determinado tiempo, y con horarios acotados. Tres o cuatro pases diarios, incluso menos. Si un duda un valor añadido para excepcionalidad.
Y había más. Dado que solo la podías ver en el cine, ya podías correr antes de que la retiraran de la cartelera.
Para todos, y en especial para los más fanáticos, ello no dejaba de ser emocionante. Era como aguardar a la llegada del día en que actuaría el cantante o grupo que amábamos. Pero a la vez era trágico.

Antes, hace veinticinco o treinta años, la secuencia era: se anunciaba, se estrenaba, se mantenía un poco, y se retiraba. Y… por el motivo que fuera, ¿no la habías podido ver, o querías volver a verla? OK. Podías. Pero tendrías que esperar. Entraban en juego aquellos míticos establecimientos, que muchos recordaran, llamados videoclubs. A pesar de vivir esa época siendo un crío, yo lo recuerdo perfectamente. Seis meses. ¡Seis meses! era el tiempo que tenía que transcurrir desde que la retiraban de las salas hasta que podías hacerte con una copia en formato VHS. (Con los años el VHS cedió el testigo al DVD, y el tiempo de espera se recortó a los tres meses). Y bueno, permítanme mencionar que las copias en VHS o DVD de las que disponían los videoclubs, eran limitadas —bastante en el caso del videoclub que yo frecuentaba—, con lo que no era nada raro que no estuviera disponible. Entonces debías esperar un poco más, está vez a que alguno de los clientes anónimos que tenía alquilada alguna de las copias, devolviera la cinta… y tú estar allí antes de que otro cliente se te anticipara, y te volviera a dejar sin la posibilidad de alquilarla (Creo que nunca olvidaré la ocasión en la que esperé media tarde, sentado en un taburete del videoclub, a que un desconocido devolviera la película que yo llevaba tiempo queriendo ver). Si bien era cierto que siempre quedaba la opción de la compra, esta estaba reservada para los esporádicos consumidores de películas, o para los bolsillos más acaudalados, pues si tenías que adquirir una cinta cada vez que querías visionar, o revisionar una película, podía ello constituir una pequeña ruina.
Quedaba una última opción, pero implicaba esperar mucho más: que la estrenaran en la televisión. Lo cual, recuerdo, sucedía transcurridos unos meses después de que saliera en vídeo. Estaba regulado por ley, y era lógico, pues de lo contrario, el negocio de los videoclubs estaba destinado al hundimiento.
En suma, un follón. El acceso a una película, en cuanto a facilidades, estaba a años luz de lo que es hoy.
Y todo sucedía porque las películas no dejaban de ser piezas de valor cultural.

Antes, desde sus orígenes y hasta hace veinticinco o treinta años, las películas tenían importancia. Trascendencia. Retrataban épocas y comportamientos humanos que calaban en la sociedad. Se hablaba de ellas. Se recordaban. En definitiva, dejaban poso. Dicho de un modo muy básico: eran buenas. No obstante, matizo algo importante: no todas ellas, pero sí un gran número.
Los autores se esforzaban en crear obras de calidad. En contar historias que tuvieran repercusión, de algún modo.
Me aventuro a vaticinar que muchos cinéfilos estarán de acuerdo conmigo si digo que las mejores historias, los personajes más célebres y recordados, las escenas más icónicas del cine, fechan de distintos momentos comprendidos dentro del siglo XX.

Antes, desde sus orígenes y hasta hace veinticinco o treinta años, no eran tantos los directores, actores y actrices que trabajaban. O, mejor dicho, pocos eran los que tenían repercusión. Un centenar de intérpretes, y medio centenar de directores, por hacer un cálculo aproximado, y un país el que destacaba en cuanto a producción cinematográfica.
No eran tantos, comparado con hoy.

Comparado con hoy, todo, o casi todo, es distinto.

Hoy, en cambio, para satisfacción de los implicados en el negocio, los directores, actores, actrices, guionistas, productoras, profesionales vinculados con la industria en general, proliferan.
Hoy, la producción cinematográfica, es inmensa.

Ahora, y desde el inicio del siglo XXI, más o menos, ver una película es de lo más fácil del mundo. Las ves incluso sin querer, porque están en todos los rincones de internet, ya sea de modo legal o pirata.  

Antes, la elección de una película giraba en torno a un puñado de opciones. Ahora gira en torno a una montaña de posibilidades.

Antes, podías llevarte una decepción mayúscula, viendo un bodrio (aunque no era lo más probable). Hoy, las posibilidades de dar con un bodrio son elevadas. Las de dar con una joya, pocas. En cualquier caso, ¿cuestión estadística en relación con el número, o cuestión puramente cualitativa?

Antes era como abrir un armario y seleccionar una prenda de las que colgaban de los percheros. Hoy es como zambullirse en una montaña de ropa sucia, y bucear dentro hasta dar con algo limpio que ponerse.

Antes, consultándolo un par de veces por semana, bastaba para estar al corriente de las películas en cartelera. Recordabas más o menos las que ya habían pasado esa fase, y más o menos estabas enterado acerca de los próximos estrenos. Y más o menos controlabas la existencia de los directores, actores y actrices presentes, así como sus filmografías. Antes, los más fanáticos incluso aspirábamos a verlo todo (entiéndase <todo> como gran parte). Ahora, la oferta es abrumadora. No, no: es indecente. La aparición de las plataformas de streaming cambió radicalmente el paradigma. Entrar hoy a cualquiera de ellas constituye un…, un…, problema. Un descubrimiento que es un problema. Esas plataformas se dan de puñetazos para atesorar el mayor número de títulos posibles. Entre los que adquieren mediante la compra de derechos, y los de producción propia, sus menús están repletos. Quizá incluso colapsados. 
(Usuarios reportan que en ocasiones han renunciado al visionado de una película, porque han terminado sucumbiendo a la inmensa oferta…).
Aspirar a estar al día… es una entelequia. No podríamos ni aunque dedicáramos nuestra vida a ello. Aunque viéramos… cuatro películas al día… sería suficiente, pues mañana estrenaran ocho más. O diez. O quién sabe cuántas.

Antes (antes de que entraran en juego Netflix y sus parientes), ir al cine era el plan. Ahora, ir al cine suele ser el complemento a ir de compras a un centro comercial. Las carteleras rebosan títulos, cada semana los estrenos son una avalancha, y sus apariciones son repentinas, sin promoción previa de ningún tipo. (Seguro que hay promoción previa, para todas, pero, ¿dónde está? En algún rincón está la promoción para todas y cada una de las películas que estrenan hoy, pero, ¿dónde? ¿Y cuándo?).
No obstante, la asistencia al cine parece una práctica en peligro de extinción. La presencia de Netflix y sus socias eclipsa la vieja costumbre social de ir al cine. Muchos ya prefieren ver las películas en la intimidad y el sosiego de sus hogares, y según dicen los expertos, es una tendencia que irá a más… y a más… hasta que clausuren la última sala.

Con todo, antes, ver una película era una experiencia, incluso un acto de amor. Las películas piezas que muchas veces dejaban poso, y su relativamente limitada producción daba margen a los espectadores. Margen para pensar en ellas, para integrarlas en su ser. Hoy, el negocio constituye una riada de títulos, un estreno indiscriminado de películas, la inmensa mayoría de las cuales habremos olvidado unas horas después de verlas, porque de inmediato aspiramos a ver la siguiente, o porque nos han parecido una porquería. Quizá influye mucho el hecho de que no hayamos podido crearnos expectativas; de que no hayamos oído hablar de ellas hasta que ya estamos una clic de verlas.

Más gente trabajando en el sector; más oportunidades para todos; más, mucha más oferta; inmediatez es la norma. Películas técnicamente impecables. El cine como arte, ¿mejora, o empeora?

Yo, muchos años después, sigo siendo el chico que antaño iba al cine y se emocionaba. Y lo sigo disfrutando de idéntico modo. Asimismo, soy usuario asiduo de las plataformas de streaming. Hay días en que maldigo la tremenda aglomeración de películas con la que nos avasallan hoy, y otros en que lo acepto sin dramas.
No sabría decir si se han cargado el cine como arte, o si conserva su pureza, y el problema lo tengo yo.

No lo sé, y dudo que exista una respuesta maniquea. Solo sé lo que es evidente: que hoy en día, todo, todo… constituye una aglomeración. Hay mucho de todo. Y no sé si es bueno o malo, o regular.

Solo otra cosa más tengo clara: sea cual sea su estado actual, qué maravilloso invento, esto del cine.

PD: Todo lo dicho en este artículo es aplicable al mundo de la literatura. Lo cual me afecta directamente, por estar vinculado con él. No salgo de mi asombro ante la cantidad de novelistas que existen hoy en día, o que aspiran a ello, o que se hacen llamar escritores. No salgo de mi perplejidad ante el exorbitante número de publicaciones… ¡diarias!
Antes… En fin; ya lo he dicho.

Saludos, queridos lectores.

Firmado: Un escritor… más. Y un aspirante a novelista… más.

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Dylan D. Doe

Guionista. Articulista. Novelista. Superviviente.

"La derrota tiene algo positivo: nunca es definitiva.
En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitva."
- José Saramago

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