Luz y tinieblas
(VII) El irrefutable argumentario del cateto

El mundo está plagado de injusticias y crueldades. De mayor o menor envergadura, son una constante. Esta inicial pareja de frases va destinada a todo aquel que haya nacido y viva en una cueva, ajeno al mundo exterior, así como para hipotéticos extraterrestres que nos visiten. Para el resto, los que habiten este planeta en sociedad, aquí termina mi ración de evidencias para este texto. Me ha parecido oportuno iniciar así…
A mí, como a cualquiera de ustedes, me duele presenciar hambrunas, desastres naturales, guerras en las noticias. O a menor escala, casos de discriminación, de abuso de poder, de estafas, trágicas muertes evitables, enfermedades, represiones, accidentes… en fin, el listado se me antoja muy largo. Pero a estas alturas no vamos a engañarnos; ya somos mayorcitos: es ajeno a nosotros, sucede en otros lugares, fuera de nuestras fronteras sociofamiliares, y, por lo tanto, la tristeza que nos suscita es menor. O pasajera. Seamos francos.
Distinto es cuando se da en un ámbito cercano, ya sea que lo presenciemos in situ, que nos lo cuente alguien de nuestro entorno, o que lo descubramos leyéndolo en los medios locales. Es por aquello de la proximidad, supongo. Todo lo que circunscribe a nuestra burbuja de bienestar (ciudad, pueblo, barrio, bloque de viviendas) es más susceptible de afectarnos. Ya no está sucediendo a centenares o miles de kilometres de nuestro hogar, sino que está sucediendo en los alrededores. (Nos toca de cerca, nos toque o no). En estos casos nos solidarizamos más, empatizamos más, e incluso nos conmovemos. Pero rara vez actuamos. Yo lo confieso, no con orgullo, pero lo hago: más allá de la pena que me dé, miro hacia otro lado. En realidad, me aventuro a suponer que la mayoría actuamos bajo ese mismo patrón, y lo justifico en base a un motivo reprochablemente egoísta, y a otro comprensible. No es nuestra guerra (bastante tenemos con nuestros problemas), y la verdad, cruda, objetiva, es que no podemos hacer nada. O casi nada. No lo sé: consulten con un psicólogo o un sociólogo para recabar certezas. Por lo que a mí respecta, es solo una teoría. Aunque, sin embargo, sí creo que una profunda reflexión como sociedad, e incluso como especie, no nos vendría mal. En cualquier caso, este no es el signo del artículo. Aunque valga como continuación de la introducción.
Cada uno de nosotros tiene sus propias debilidades. Determinadas injusticas o crueldades que nos sensibilizan por encima del resto. Una suerte de prioridades, y que despiertan en nosotros el deseo de justicia, el deseo de luchar por una causa… incluso el deseo de venganza. Dicho de otro modo, activan el amor, la compasión, y/o la ira.
Mi causa, la que está en el número uno de la lista, es la referente a la crueldad o maltrato animal. Un inciso antes de continuar: soy omnívoro. Por lo tanto, debo abordar este tema con cautela, pues soy consciente de la contradicción en la que incurrimos los animalistas que a su vez comemos carne. Dicho esto, y sin ahondar (quizá en otra ocasión escriba sobre ello), preciso: mi causa hace referencia a los animales abandonados no destinados al consumo.
Perros y gatos, que, al fin y al cabo —aunque lo diré con la boca pequeña, por si acaso—, son las dos únicas especies domésticas que la gente abandona. En especial los primeros. Los primeros por la sencilla razón de que son los más vulnerables. Los gatos son mucho más independientes, supervivientes y, en general, reacios al contacto humano. Los rescataría a todos, por supuesto, pero ver colonias felinas me tranquiliza, pues insisto; ellos son más independientes y supervivientes, precavidos y, en definitiva, inteligentes (además, a ver quién los pilla sin dardos tranquilizantes o trampas). Los perros, en cambio… me perturba verlos vagando por en medio de una carretera transitada, desorientados, con el rabo curvado entre sus cuartos traseros, con la punta tocándose el abdomen, asistiendo atemorizados a los frenazos de los vehículos que intentan no atropellaros. O vagabundeando por las calles de cualquier población, buscando comida en cualquier rincón, sucios, flacos e igual de atemorizados. Rectifico: no son menos inteligentes. Lo que ocurre es que son más apegados, leales y dependientes del ser humano… quien tan a menudo los traiciona.
Es superior a mí. Algo se activa en mi interior cuando lo presencio. De siempre. Es como si viniera escrito en mi genoma. De pequeño los recogía de la calle y los llevaba a casa. Al carecer de juicio, no tenía que pensarlo: los llamaba, agarraba, trasladaba a casa, poniéndolos a salvo, y punto.
Pero mi involuntariamente inocente pretensión de fundar un arca de Noé casera era insostenible, por espacio y logística. Pero claro… ya estaban allí. Junto con mi familia teníamos que buscarles luego adoptante. O por lo menos cobijo. Recuerdo algunos episodios acontecidos en mi infancia mientras escribo estas líneas, y no puedo reprimir una sonrisa de satisfacción. Recuerdo también que mi ingenuidad infantil me indicaba que eran casos puntuales. Tardé unos años en descubrir que era una lacra social.
A lo largo de mi vida he protagonizado rescates, o colaborado en ellos. También he colaborado con protectoras, y en efecto, montaría un arca de Noé. Pero no puedo. Y me jode.
He crecido, y por lo tanto he aprendido a convivir con ello. La buena noticia es que los tiempos han cambiado —también lo diré con la boca pequeña (aunque en este caso estoy bastante convencido de que es así)—: nos hemos sensibilizado y reeducado como sociedad (ciertas políticas han ayudado a dicha sensibilización, así como ciertos cambios generacionales inherentes a la evolución social), un poco al menos, y hoy, en comparación con hace veinte o treinta años, el problema es menor. Menos animales domésticos errando por las calles, pero los sigue habiendo. Y hasta que el problema no sea igual a cero, seguirá siendo una lacra social.
Durante años fue como una misión. Cuando alguno se me cruzaba en mi radar, lo perseguía a la carrera. Afortunadamente, entre comillas, la mayoría se escabullían. La mayoría estaban demasiado asustados. O eran demasiado rápidos. Pero seguía cogiendo a algunos. Lo que ocurre es que ya había comprendido que mi proyecto de arca de Noé no prosperaría, por lo que pasé al plan be. Una vez los tenía a resguardo en casa, telefoneaba a protectoras.
Práctica que todavía hoy mantengo.
No obstante, uno se insensibiliza con los años, y en este punto debo reconocer que, ocasionalmente aplico la fórmula antes citada: mirar hacia otro lado. Siempre hay algún motivo: tengo prisa, lo veo a lo lejos, paso con el coche, voy con gente… Pero el remordimiento me carcome cuando miro hacia otro lado. Reitero: son ocasiones puntuales. Sigue siendo superior a mí.
Con todo, es un tema que de veras me afecta. Me revuelve por dentro. Y en paralelo me enerva. Es un tema —puede que el único— por el que estaría dispuesto a discutir airadamente, e incluso pelear. Por suerte para mi integridad física, nunca se ha dado tal extremo, y confío en que nunca se dé.
La casualidad, el destino o Dios, me bendijo con una larga tregua. Pasé años sin toparme con ningún perro abandonado. Sí con gatos, muchos, a puñados, solos o cohabitando colonias. Afortunadamente los transeúntes respetan las colonias, y unos buenos samaritanos las asisten, aportándoles alimentos y cuidados veterinarios. En general, pues, todo iba bien en este sentido. Y llegó un momento en el que, de algún modo creí que nunca volvería a encontrarme frente a esa situación…
(Ingenua expectativa).
…Hasta determinada tarde de este 2025.
Durante mi rutinario paseo vespertino, rumbo al inicio de una de mis rutas para correr, un ladrido estridente y persistente me hizo reducir el paso… y activó unas alarmas cuyas luces acumulaban polvo y telarañas. Bajaba yo por una avenida ancha, de varios carriles para la circulación. A mi derecha, y más allá de los carriles, se alzaba una sucesión de edificios, viviendas y locales, y a mi izquierda se extendía una gran superficie asfaltada, que actuaba de aparcamiento, donde los sábados instalan el mercado, y que incorporaba una pista de baloncesto.
Los ladridos no cesaban, y su cadencia, según mi interpretación del lenguaje canino, indicaban estrés. Indicaban también que quien los emitía no era un perro de raza demasiado grande.
Terminé deteniéndome, y con expresión de concentración, escruté alrededor. El perro seguía ladrando, a razón de guau-guau-guau, breve pausa, guau-guau-guau. A ratos parecía estar cerca; a ratos lejos. A ratos el sonido de los vehículos que circulaban por mi derecha sofocada alguna de sus secuencias de ladridos; a ratos sonaba cercano y nítido. Al no detectarlo, empecé a ponerme nervioso. Dónde estaba. Giraba por completo sobre mi propio eje, agudizando la vista, pero ni rastro. Afortunadamente, o no, terminé por localizarle. Se situaba como a unos veinte metros de mí, correteando en círculo, y ahora mismo ocupaba la superficie asfaltada. Pero eso no iba a durar.
A lo largo de los años he aprendido varias lecciones en relación con los perros abandonados, o extraviados. Una, la más importante, establece que no se debe entrar en pánico, pues los perros se contagian muy rápido del pánico. La segunda, casi tan importante, establece que hay que buscar al dueño. Porque muchas veces anda por ahí, siendo más o menos irresponsable, y el suceso deviene en falsa alarma. Un análisis de la calle sugería que no había nadie vinculado con el animal. Relativa escasez de transeúntes, solos o en grupo, pero todos con el denominador común de que andaban: iban o venían. Por lo tanto, y aún era una conjetura, nadie estaba al cargo del perro… que ya no estaba en el aparcamiento asfaltado. Ahora transitaba la acera, la misma en la que estaba yo.
Pero su estancia en esta nueva ubicación tampoco duraría.
A mi registro mental canino le faltan aún varias o muchas fichas para completarlo, pero también tengo unas cuantas archivadas. Recurriendo a ese registro fue fácil reconocer la raza. Era un yorkshire terrier, y todos los datos referentes a la raza de los que disponía, acudieron raudos a mi mente. No obstante solo había dos que, en esa situación de tensión creciente, fueran trascendentes. Es una raza concebida para la casa y la compañía, cuyos ejemplares, pues, están acostumbrados a espacios reducidos y hogareños. Lo cual, teóricamente, significaba que su casa, fuera que lo hubieran expulsado o que se hubiera escapado, no podía estar muy lejos. Y lo otro que debía tener muy presente hacía referencia a su temperamento. Destaca por ser enérgico, o, si lo prefieren, juguetón. Vamos, que actúan como si se hubieran tomado diez cafés, en especial en situación de estrés, como esta.
Lo perdí de vista unos segundos (la reencarnación perruna de Houdini), y cuando volvió a aparecer en mi rango de visión, estaba en mitad de la carretera, zigzagueando por ella, ladrando aún. Mierda, me dije, y por un instante me sentí bloqueado. Pero fue momentáneo. Me despegué del asfalto y fui a por él. Sin olvidar el crucial dato sobre su carácter, procuré acercarme con en calma, sin alarmarlo más. No hice aspavientos ni le grité para que se detuviera o viniera. Solo intenté acercarme con cautela.
Y ahí estaba yo, interrumpiendo mi actividad de la tarde (que no obstante se podía interrumpir sin problema), cambiando el guion en pro (después de tantos años de tregua) del intento de rescate de un perro, hallándome ahora en medio de una avenida de varios carriles, persiguiendo a un ser vivo cuarenta veces más pequeño que yo, y cuarenta veces más rápido, y que contra más me acercaba a él, él más se alejaba. La misión tenía mal pronóstico.
Pero entonces llegó una ayuda celestial inesperada en forma de aliados. A veces pasa, y es muy de agradecer. Descubrí como otros ciudadanos comprometidos con la causa no miraron hacia otro lado, alterando también su actividad, y sumándose al intento de rescate. Cada uno a su manera, y avanzando desde distintos puntos, intentaban darle caza. Una ayuda secundaria en forma de poca circulación de vehículos nos daba esperanza. Al menos la esperanza de que no lo atropellaran.
Siguieron unos minutos de auténtica tensión, durante los cuales se rozó la tragedia. Coches que iban frenando y/o esquivándolo, un pequeño grupo de personas que cercaban al yorkshire desde diferentes puntos, y el implicado colaborando al modo que lo hacen los perros asustados o estresados: sorteándonos a todos, saliendo y entrando de la carretera; saliendo y entrando, y sin dejar de ladrar.
Cruzó la carretera por completo una, dos y hasta tres veces. Llegaba al otro extremo y volvía. Y así hasta tres veces (que recuerde). Algunos de nosotros, con un ojo puesto en la circulación y el otro en el perro, llegamos a rozarlo, yo incluido, pero siempre terminaba escabulléndosenos. Temí lo peor, supongo que todos lo temimos, pero al final, tras su enloquecido y prolongado paseo por la carretera, volvió al aparcamiento asfaltado, por su propia pata.
Nosotros, el improvisado grupo de voluntarios que nos implicamos en su rescate, le seguimos. Avanzando desde distintos puntos, nos reunimos en la acera, y penetramos juntos al aparcamiento. Estas cosas también son comunes, lógicas y agradables: al tiempo que caminábamos, nos pusimos a hablar entre nosotros. Lo típico: ¿de dónde ha salido? ¿Tiene dueño? ¿Se habrá escapado? Y una aportación que también es muy habitual, y me encanta. Alguien comentó: <<Se le ve limpio y lleva collar. Tiene que ser de alguien>>. En realidad tiene sentido. Aunque muchas veces solo indica que lleva poco huérfano de dueño, y aún no ha tenido tiempo de ensuciarse ni de perder el collar.
Como fuera, el pequeño yorkshire (tan pequeño y gracioso como veloz y saltarín) se adentró en el aparcamiento… al fondo del cual estaban estacionados un par de camiones enormes, y lo que parecían unas autocaravanas. Dos o tres, no más. A medida que nuestro grupo fue aproximándose, comprobamos que en efecto eran autocaravanas estacionadas. ¿Un improvisado asentamiento de viajeros nómadas? Tal vez. El perro corría hacia allí, y nosotros le seguimos.
Recuerdo que yo encabezaba la marcha de nuestro pequeño comando de rescate, pero sin haber ningún motivo causal para ello. Estaría caminando más aprisa; solo eso. El caso es que el perrito, quien por cierto había rebajado considerablemente su secuencia de ladridos, y ya no corría como poseído por un demonio canino, llegó y se colocó ante una de esas autocaravanas. Nosotros (no puedo concretar cuantos éramos, unos cinco, y una mezcla de chicos y chicas) llegamos también hasta allí. El perro se había colocado junto a la escalerilla que daba acceso a la casa rodante. La autocaravana estaba colocada en horizontal, y a la izquierda de la puerta había una ventana, orificio, apertura, o cómo le llamen (desconozco si esta categoría de vehículos usa un léxico particular).
Nosotros observamos a través de ese agujero… pues en el interior, algo se movía. Dentro estaba oscuro, pero gracias a la luz diurna pudimos distinguir a un ser humano, quien en ese momento se hallaba encorvado. Uno de mis compañeros desconocidos (y a la vez amigo provisional y aliado), dirigiéndose a la apertura de la autocaravana, lanzó la pregunta obligada:
—¿Es tuyo?
Lo preguntaba al tiempo que señalaba al perrito, quien ahora parecía más calmado. Mucho más. Merodeaba las inmediaciones del vehículo, y nada hacía intuir que fuera a salir disparado, dirección de nuevo a la carretera.
—Sí —la persona del interior asomó la cabeza por la apertura.
Era un tipo de mediana edad, cabello largo rubio, tez blanquecina y de ojillos pequeños y entornados. Entornados por efecto de una droga. De una que se fuma, y cuyo aroma, inconfundible, impregnaba el interior del vehículo… y todo a un radio de unos pocos metros… y que ahora que estábamos cerca, todos percibimos y distinguimos.
—Estaba en la carretera —le explicó el mismo desconocido, por ahora portavoz, en tono de reprimenda.
—Oh, sí, sí —dijo el tipo de la autocaravana, sus ojillos entornados fabricando una sonrisilla tan tierna como enfermiza—. Siempre por aquí. Él loco —agregó.
Quedó patente enseguida que era extranjero, y que no dominaba el idioma. Qué suerte para nuestros intereses comunicativos que además fuera colocado hasta las cejas…
—Se ha escapado… —informó el mismo desconocido.
—Sí. Él muy libre —dijo el habitante de la autocaravana, y su sonrisilla mutó a risa. Rio al estilo fumeta: una risa nerviosa, prolongada y algo desquiciada.
Eso me sulfuró. Di un par de pasos en dirección a la ventana:
—Es un milagro que no lo hayan atropellado —apunté, imprimiendo el mismo tono de reprimenda que el de mi compañero desconocido.
A lo que el tipo, riendo, y ya con medio cuerpo asomando al exterior, tras lanzar un vistazo en torno, como un hombre primitivo que acaba de descubrir la civilización, dijo:
—Oh, sí, sí (reveló el nombre del perro, pero no lo recuerdo). <<Equis>> es milagro. Es milagro de perro —en su tono, desde la primera palabra, se advertía una suerte de indiferencia graciosa. Estoy convencido que si le llegamos a decir: Oiga, va a caer un meteorito, tenga cuidado>>, su respuesta hubiera sido la misma: <<Oh, sí, sí>>.
Los miembros de nuestro grupito intercambiamos una mirada de amarga frustración. Parecía evidente que el tipo, supuesto dueño del perro, no estaba demasiado interesado en la salvaguarda del animal… aunque en cambio, sí parecía plenamente interesado en seguir fumando porros.
—¿Qué hacemos? —preguntó unos de los nuestros, juraría que una chica. Yo ya había tenido tiempo de fijarme: sigo sin recordar el número, pero todos compartían la particularidad de ser jóvenes, transitando la veintena.
Buena pregunta. Buen problema que nos había caído del cielo. Con la actitud de desinterés del tipo rubio del cabello largo, irnos y dejar al yorkshire a su cargo hubiera sido una irresponsabilidad por nuestra parte. Pero, por otro lado, si nos quedábamos, ¿qué hacíamos? Buen dilema.
Yo me estaba enfadando por momentos, y ahora que lo escribo, y que por lo tanto lo puedo falsear, podría hacerme el valiente, asegurando que me puse firme y belicoso, pero no lo haré: la verdad tal y como fue. Como ya he comentado en otros artículos hablando de mí, soy una persona prudente, en la frontera de la cobardía. En general, las situaciones raras, o aquellas que escapan a mí control, me generan desazón. Soy de la opinión que el cementerio está lleno de valientes. Con todo, jugué un farol: fingir coraje.
—Lo van a atropellar —dije, plantado ante el tipo rubio, hablándole sin titubear.
Y entretanto reuní valor para afrontar un más que probable enfrentamiento dialéctico. Pero no se dio, porque el tipo no respondió. Y no solo eso: se refugió en el interior de su casa ambulante, pasando de nosotros.
Arqué las cejas y miré en torno. Nuestro equipo seguía allí, sin atisbos de querer desertar ninguno de sus integrantes. Eso me reconfortó. Una suerte de reunión improvisada, y alguien (un chico, esta parte sí la recuerdo) perseveró con la pregunta:
—¿Qué hacemos?
Como yo ya tenía experiencia previa, se me ocurría una solución. Más que solución, era una amenaza encubierta (que, no obstante, pensé, poco efecto iba a tener con un tío que va de marihuana hasta las cejas y se lo toma todo a chufla). La expuse:
—Habrá que llamar a alguien —sugerí.
Y ahora viene la mejor parte de la historia.
¿Recuerdan que les mencioné la existencia de dos camiones enormes en el escenario? Uno quedaba a unos veinte metros de nuestra posición, dirección a la carretera, pero el otro lo teníamos al lado. La autocaravana estaba en horizontal, y el camión en vertical, entre los dos conformando una te. Pues bien: fue proponer el llamar a alguien, y aparecer en escena otro personaje.
Y personaje es una buena palabra para describirlo. Menudo pintas. Cráneo despoblado, por causa de la alopecia o de una maquinilla de rapar, cara redonda, una gran dilatación en cada lóbulo, de donde podría colgar las llaves y el paraguas, y tenía los brazos repletos de tatuajes. Algunos otros le asomaban por el pecho, llegándole al cuello. Vestía de negro, ropas raídas. No se puede juzgar a nadie por su apariencia… o sí. Lo más destacable de su ser no era nada relacionado con su estética, sino su expresión. Por supuesto conocen el dicho <<la cara es el espejo del alma>>. Pues ese tipo tenía una pinta de hijo de puta que no dejaba indiferente. Sin embargo, spoiler: nunca sabré si lo era. Porque poseía otro rasgo de carácter, a mi entender, no peor, pero casi.
—¿Llamar a quién? —preguntó el tipo, inmiscuyéndose.
Me giré y le descubrí. Mis compañeros hicieron lo propio.
La acción de la trama se concentró en ese punto. El tipo hablaba desde el interior de su camión, asomando también por un agujero que hacía las veces de ventana. Apostaría a que a ninguno de nosotros nos pasó inadvertida la entonación chulesca y amenazadora que le daba a sus palabras. Quizá se la daba, o quizá era así en condiciones normales.
Yo me mantuve firme en mi farol, pero lo reconozco: me dio miedo.
Si hubiera sido valiente le hubiera dicho lo que correspondía: ¿El perro es tuyo? ¿No? Pues metete en tus asuntos.
En cambio dije:
—No lo sé. Pero el perro está en peligro (por cierto, se había estirado junto a la escalerilla de acceso a la vivienda del fumado. Resoplaba por el cansancio, asomando la lengua. Son demasiado nobles para que estén a cargo de según qué personas, pensé).
—¿Y a quién vas a llamar? —repitió… dando una pista bastante reveladora de la clase de persona que era.
Yo vacilé un par de segundos. Mis compañeros, reunidos en torno a mí, y mirando a Don Dilataciones, habían enmudecido: ahora yo era el portavoz. Dado que el sujeto quería una respuesta concreta, se la di:
—Pues a una protectora de animales para que lo vengan a buscar.
—El perro es de ellos —dijo de inmediato el tipo, señalando a la autocaravana y conservando la entonación de intimidación— ¿A quién vas a llamar? —persistió.
—Bueno —dije yo— desvié la vista hacia el yorkshire y volví con el tipo—, pero está en peligro. Se ha ido a la carre…
—Es de ellos y tiene chip —me interrumpió.
—Ya, pero estaba correteando por la carretera —subrayé yo… con la vana esperanza de que entendiera el motivo de mi… de nuestra presencia allí. (No estamos aquí por gusto, tarugo… y, además, ¿por qué te metes? O mejor: si te metes, ¿por qué no es para colaborar en la causa?).
Yo, entretanto, me imaginaba al de la autocaravana hundido en una silla desternillándose de risa por haberse descubierto el ombligo, o algo de similar importancia.
—El perro es de ellos y tiene chip. ¿A quién vas a llamar? —fue su original réplica.
Mentalmente me llevé la mano a la frente.
Era como haber descubierto el lenguaje. Aprendía un par de frases funcionales y las intercalaba.
No quiero reproducir toda la conversación al detalle. Y tampoco puedo, porque no la recuerdo al completo. Para recordarla integra debería haber sumado. Sumado las veces que preguntó, a quién vas a llamar.
Sí recuerdo que se prolongó en torno a los quince minutos. Una eternidad cuando se trata de exponer argumentos que impactan contra una pared. Y también recuerdo que en un momento dado alterné la vista entre el perrito y el tipo, preguntándome cuál de los dos debía tener el cociente intelectual más alto. O más bajo.
En fin… Solo unos apuntes más, no sujetos a cronología:
—Es peligroso. Lo van a atropellar.
—El perro es de ellos y está con ellos.
—Ya. Es con ellos con quienes debemos hablar.
—Sí pero es que no tienes que hablar con nadie porque el perro es de ellos.
¿Han discutido ustedes alguna vez con alguien obtuso enrocado en una idea fija? ¿Con alguien que, más allá de los límites imprecisos de la Verdad, se niega a buscar soluciones? Bien, pues tomen ese ejemplo… y elévenlo al cuadrado.
—¿Y qué podemos hacer para asegurarnos de que estará bien? —pregunté, explorando soluciones… sugiriendo… dando por sentado que todos en ese vecindario de hierros y neumáticos se conocían.
—Es que no puedes hacer nada porque el perro no es tuyo.
—No, no es mío —lo confieso; mi tono no poseía la firmeza necesaria que reclamaba la situación. El contenido quizá era óptimo, pero no el tono—, pero… —gesticulé—, pero… en serio —señalé dirección a la carretera—, lo pueden atropellar.
—El perro es de ellos.
Realicé otra acción mentalmente: resoplar.
—Hay gente que se encarga de perros que están en peligro… —lo dejé caer… a ver si el señor de las dilataciones-llaveros comprendía… comprendía el problema que nos había congregado allí.
—Vas a llamar a alguien por un perro que tiene dueño y chip? ¿A quién vas a llamar?
—Mira, si yo lo entiendo —opté por jugar la carta de la conciliación (por mi experiencia con esta clase de gente, a veces surte algo de efecto. Si los guías hacia caminos inexplorados para ellos, cabe la posibilidad, más o menos realista, de que una epifanía en forma de alternativa les haga recapacitar)—, pero es que estamos preocupados por él —mientras lo decía di un cuarto de vuelta sobre mi propio eje, a la derecha, y otro a la izquierda, haciendo partícipes a mis compañeros con el uso de la primera persona del plural—. En serio que no lo han atropellado de milagro —subrayé para terminar.
Y en mi interior se gestó la ilusión de que entendiera que el protagonista, o mejor dicho, el motivo de nuestra ridícula discusión no era ni él ni ninguno de nosotros, sino un ser vivo indefenso e irracional que no puede calibrar el peligro que conlleva cruzar una carretera por la que circulan coches. En paralelo me pasó por la cabeza mencionar precisamente eso. Pero no tuve opción.
—Ya, pero es que el perro es de ellos. Y tiene chip. Tiene dueño y chip.
(Lo de que tuviera chip no lo sabré nunca, y puede que ni siquiera lo sepa el aficionado a las hierbas que se fuman).
Era admirable y envidiable la rapidez y calidad con la que me rebatía mis argumentos.
—¿Y qué hacemos? ¿Lo dejamos aquí? —dije yo, algo hastiado.
—Hombre, pues sí. Es un perro que tiene dueño. ¿A quién vas a llamar?
A este paso a mi psiquiatra, pensé.
Al fin, y ya para cerrar este lamentable episodio real, uno de mis compañeros mudos tuvo en bien intervenir:
—A la policía, si hace falta.
Dicho lo cual, emprendió la marcha dirección a la salida del aparcamiento. El resto de integrantes nos sumamos. Supongo que ya habíamos tenido bastante. Yo los seguí el último, y tuve tiempo de ver como el tipo se retiraba de su posición en la ventana; parecía evidente que se le había agotado su selecto repertorio de argumentos, a cuál más irrebatible, y optaba por pasar a lo segundo mejor que se les da a los de su especie: la intimidación física.
Pero nosotros nos largamos, sin mirar atrás. Y por el camino, rumbo a retomar nuestras vidas, lo comentamos. Fui yo quien lo sacó a colación:
—Con las pintas que tenía ese tío, como para discutirle, sabes.
Todos los del grupo estuvieron de acuerdo conmigo, manifestándolo con respectivos asentimientos. Y uno dijo:
—Sí, yo he pensado lo mismo al verle.
Y me sentí menos cobarde.
De veras creo que la cobardía salva vidas. Y la valentía las quita.
Juraría que el tipo no nos siguió (hablando de faroles), y yo tuve que masticar mi resignación, y rezar para que el fumado tuviera un gramo más de materia gris que el de las dilataciones en forma de arandelas para las llaves, y un gramo más que el pequeño yorkshire, y comprendiera que tiene a su cargo a un ser vivo que merece atención.
No albergo demasiadas esperanzas en torno a ello.
Minutos más tarde, habiendo dejado ya atrás la maldita avenida de la discordia, y aún dándole vueltas al asunto, pensé que había perdido. Que habíamos perdido. Nos separamos, cada uno retomando su camino, y yo creo que ellos pensarían lo mismo. Empujados por una causa muy noble, nos habíamos personado en una zona de acampada-aparcamiento nómada (o vaya usted a saber), y discutido con personas anónimas. No solo era noble, sino que creo que era necesario. Es, necesario, y sin la pretensión de convertir las últimas líneas de este texto en un alegato, creo que todos deberíamos movilizarnos por causas humanitarias, y animales, sin distinción: sería una excelente forma de mejorar este planeta corrupto, injusto, vil… de mierda, vaya.
Pensando en un hipotético (seguramente utópico) mundo mejor, me sentí conforme y alegre por haber, por lo menos intentado proteger a ese perro. Y reconsideré mi postura: quizá habíamos perdido, OK, pero solo una batalla.
Mis pensamientos fueron más allá.
En esta guerra interminable que nos ha tocado vivir —pensaba, ya mientras emergía al paseo marítimo, y me veía absorbido por una ingente masa de transeúntes—, los del improvisado grupo de rescate canino, así como nuestros semejantes, vamos a perder muchas batallas. Pero la guerra nunca se perderá si perseveramos. Porque, precisamente, es interminable.
Lo que ocurre, sencillamente, es que para algunas batallas no estamos preparados. Por muy buena logística y armamento del que dispongamos, algunos enemigos son demasiado poderosos.
Una guerra moderna, que libramos a diario, ya sea en el ámbito familiar o íntimo, o fuera de sus fronteras. Ya sea que tengamos que lidiar con personas que conocemos, o con perfectos desconocidos.
Una guerra moderna, donde las espadas y ametralladoras de antaño han cedido el testigo a la dialéctica. Uno se esfuerza, en su día a día, por ser educado, respetuoso y empático. Por afrontar las disputas, las desavenencias, con afán constructivo, buscando puntos que conduzcan a la concordia. Casi siempre cuesta, porque los evolucionados seres humanos modernos no somos demasiado dados a poner facilidades, pues nadie quiere perder. Para llegar a pactos tenemos que intercambiarnos argumentos de peso, y hacer concesiones. Respetando el espacio del otro, pero sin mancillar el nuestro. Arduo trabajo. A veces ganas, otras no.
Y cuando ganas te sientes pletórico, y consideras que has tenido mayor poder de persuasión, o que has sido más listo, o ambas. Puede que sea cierto; puede que no. Y cuando pierdes, justo lo contrario. Tu discurso ha sido pobre, no has manejado adecuadamente los tempos, ni respetado los márgenes. Da rabia perder, ¿verdad? Te queda adherida esa sensación de amargura por no haber estado a la altura.
Pensando en ello, haciendo una mueca y bordeando el muro que separa la arena del asfalto, experimenté esa rabia. Había perdido; una derrota rotunda. El yorkshire continuaba en peligro.
El tipo del cráneo despoblado y los agujeros en los lóbulos para colgar perchas me había… nos había ganado. Con intimidación, sí, pero también con argumentario. Con un par de frases, repetidas hasta la saciedad, había tumbado nuestros intentos de hallar una solución a un problema. Un problema que tenía solución. Entonces recordé que hay enemigos demasiado poderosos, a los que no puedes vencer por muy preparado que estés, y esa sensación de derrota se desvaneció pronto. No tenía ninguna posibilidad de ganar, y llegó el consuelo. Es como, no sé, operar a corazón abierto habiendo consultado vídeos de YouTube. Como aspirar a ganar los cien metros lisos padeciendo obesidad mórbida.
Sonreí, observando al horizonte, allá donde el mar se junta con el cielo, centré la vista y empecé a correr.
Me mantuve sonriente unos segundos, sintiéndome orgulloso por haber intervenido. Aceptando que hay batallas que no puedo ganar, pues las comandan enemigos demasiado poderosos. Por lo menos me quedaba el honor de haber participado.
No subestimemos nunca a los catetos, pues son demasiado poderosos, su argumentario infalible, y en última instancia nos pueden hacer daño o meternos en problemas.
Son más fuertes que nosotros.
No es nuestra guerra.

Dylan D. Doe
Guionista. Articulista. Novelista. Superviviente.
En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitva."
Recomendado