Luz y tinieblas

(IV) La tecnología, el progreso y la madre que los parió

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Pertenezco a esa generación a la que, con acierto y por lógica, bautizaron como <<generación del milenio>> o <<milenial>>. De la primera hornada, vale, pero de ese grupo poblacional. De hecho diría que los primeros en llegar degustamos mejor el proceso de transformación que se avecinaba. Cuando llegas primero a un lugar, a un campo de futbol, a la cola del cine, a un concierto, a las rebajas, a una conferencia que te interesa, gozas de unos instantes previos para situarte, para pensar acerca de lo que sucederá, de algún modo para prepararte mentalmente, y para colocarte en el mejor sitio. No es buena, o del todo acertada esta comparación, pues nosotros no sabíamos qué se acercaba. De hecho, no lo sabía nadie. Pero por lo menos estuvimos en una primera fila, o en una buena ubicación para presenciarlo como espectadores de lujo.

Solo existía una aproximación, bajo un supuesto titular ambiguo: se está cociendo una revolución social sin parangón, especialmente notoria a nivel tecnológico.

Solo quedaba sentarse a esperar y ver.

Y llegó.
Y fue abrumador.
Arrollador.

En una palabra: fascinante.

A cualquiera de esa generación que se le consulte, coincidirá: los cambios eran constantes, alucinantes y exponenciales.

Viniendo de la nada, de jugar en la calle, a la pelota o a lo que fuera, empezabas con un ordenador que era un armatoste, que venía en dos piezas, monitor por un lado, teclado por el otro, y que debías unir, conectar entre sí para poder usarlo. El fondo de pantalla era en verde pera, y las letras que se superponían en blanco. Todo el conjunto pesaba un quintal. El software se ejecutaba mediante unos prodigiosos ocho bits, y los programas y juegos se ejecutaban tras insertar cintas de casete en la correspondiente ranura del teclado, y darle al play.  Y voilà; se obraba la magia. Mediante el propio teclado, o conectándole a él un futurista joystick, podías controlar lo que sucedía en pantalla. Que no era mucho: juegos y programas de una simplicidad apabullante, pero que eran una fantasía para los que entonces éramos niños, y veníamos de jugar a la pelota, o el escondite, como entretenimientos más sofisticados. Para nuestros padres, los pertenecientes a la generación precedente, debía ser incluso más alucinante. Pura hechicería.

Es que uno se quedaba boquiabierto comprobando cómo, al insertar una cinta de casete (clec al cerrar la tapa; audibles ruidos que acentuaban la tosquedad del aparato) y darle al play, se reproducía algo en pantalla. ¡Cintas de casete!, cuyo uso estaba reservado en exclusiva para reproductores de música, ahora tenían otras utilidades.

La aparición de estos primeros ordenadores, que les llamaban de uso personal, y que se conseguían por el desorbitado precio de, más o menos, mil ochocientos euros (trescientas mil pesetas, años ochenta; una locura para la época), significó un cambio de paradigma.

Su implantación fue lenta. Poco a poco fueron fabricándose más, y por las leyes que regulan el mercado, los precios fueron rebajándose. De lujo pasó a objeto cotidiano.

La revolución estaba servida.

Con el pasar de los años, como sucede con casi todo, quedaron relegados al olvido, enrollados en papel de burbujas y guardados en desvanes, pero habían cumplido su misión principal: introducirnos en la revolución tecnológica. Ya nada volvería a ser como antes…

Olvidados en detrimento del siguiente invento revolucionario, que se tomó su tiempo en llegar, pues el progreso era un ser que aún gateaba.

La industria del entretenimiento infantil (y no tan infantil, la verdad) sorprendió al mundo con el lanzamiento del más alucinante de los productos tecnológicos fabricados hasta la fecha por el ser humano (quizá estoy exagerando, pero si lo estoy haciendo, no por mucho): la Nintendo Entertainment System, o mejor conocida por sus siglas, NES. Aquel aparato electrónico, con forma de caja de zapatos, de aspecto igual de tosco, y más bien pesado, incorporaba, dentro de sus circuitos y chips ¡más de cincuenta juegos! ¡Y gratis! Bastaba con hacerte con una unidad de esas cajas de zapatos electrónicos, enchufarla a la corriente, mediante otro cable a la parte trasera del televisor, al frontal del cacharro conectarle un mando, y ya podías hincharte a jugar hasta que te supuraran las pupilas.

¿Quién, que niño de entonces, ajeno a esos prodigios, no hubiera matado por poseer una?

¿Y quién, en su sano juicio, añoraba al mamotreto ordenador de la pantalla verde?

A la portentosa NES la gobernaban, de nuevo, ocho bits. No sabíamos un carajo de bits, ni los niños ni los adultos, pero, fueran lo que fueran, nos parecían un montón. No uno ni dos, ni seis ni siete: ¡ocho!

Y los juegos que su memoria incorporaba, a pesar de ser, objetivamente, de estética cutre y jugabilidad limitada, eran una maravilla, y significaban una diversión infinita.

El proceso de consolidación en el mercado de la legendaria NES fue relativamente rápido, y se tradujo en años de auténtico deleite. La humanidad rebañaba la década de los ochenta, y viejas costumbres infantiles como las de salir a jugar a la plaza a la pelota, o a corretear por ella, seguían presentes, pero pudieran estar en próximo peligro de extinción. La actualidad se regía por otros códigos: sentarse delante de un televisor y exprimir los minijuegos que incorporaba la fabulosa NES, era lo que empezaba a estilarse.

La tecnología, al menos en lo concerniente a los videojuegos, había tocado techo.

O quizá no.

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El progreso se volvió bípedo. Y enseguida empezó a desarrollarse, a crecer: un proceso evolutivo que generaba tanta expectación como cautela.  

La entrada en la última década del siglo XX trajo consigo una sorpresita, grata en extremo: la aparición de una versión mejorada de la mítica NES: la Super Nintendo, o SNES por sus siglas. El departamento creativo de la empresa tendría que haber dimitido en bloque, pero por lo demás, ojos dilatados en medio de una expresión de perplejidad cuando llegaron a las tiendas, y emoción desbocada cuando llegaban a nuestros hogares. La estética del aparato era similar, pero ahora ya no eran ocho de aquello que llamaban bits, ¡sino diez y seis!

¡Guau! ¿Quién podía resistirse? (¿Y qué coño eran bits?).

Y se notaba ese incremento numérico: juegos mucho más sofisticados, más coloridos, con tramas más elaboradas, en definitiva, mayor jugabilidad.

Por cierto, cabe matizar: fueron dos las sorpresitas que, a nivel de videoconsolas, trajo consigo la llegada de la nueva década. La segunda fue una versión portátil, del tamaño de una mano, llamada Game Boy, la cual tampoco dejó indiferente a nadie. Con independencia de los bits que tuviera ese cacharro en su interior, que seguíamos sin saber qué diantres eran, la novedad era que ahora ¡era portátil! No podía ser posible. Si existía un hándicap con la NES, que no solucionó la SNES, era el de que no podías moverte del cuarto. Pues ¡ahora sí! ¡Ahora podías salir a la plaza, y sentarse en un banco a jugar!

Jugar a la pelota, o a cualquier cosa que implicara contacto e interacción humana, seguía vigente… pero ya no era tan, tan… habitual. Empezaba a ser tendencia invitar a tus amiguitos a casa, a viciar (término acuñado entonces —al menos donde yo me críe—, que hacía alusión a lo evidente, y que, según me consta, aún hoy, en 2025, se usa) a la videoconsola, en detrimento de otras actividades. (No lo he mencionado, y no sé si es necesario —tal vez sí para los más jóvenes que lean esto, para los más ancianos, y/o para los desinteresados en torno a los videojuegos—, pero cualquier unidad de NES o SNES incorporaba dos ranuras frontales para los mandos, con lo cual podías jugar conjuntamente con algún amiguito del barrio; competir con él).

Estoy poniendo el foco en la industria de los videojuegos, porque es lo que más y mejor recuerdo, pero por supuesto los tiempos estaban cambiando, a pasos agigantados, en todos los ámbitos tecnológicos (y no solo tecnológicos). Todo cambiaba, avanzaba, mejoraba, pero por lo menos las respectivas industrias nos daban margen para que nos aclimatáramos a los cambios; a las innovaciones. 

Pasó el tiempo, y las unidades de NES, que fueron vendidas por millones alrededor del mundo, fueron quedando obsoletas, también guardadas en desvanes —a expensas de convertirse en reliquias—, pues ahora teníamos un nuevo amor.

Las NES habían costado, igual que sus coetáneos ordenadores, pequeñas fortunas, pero habían sido amortizadas. Yo, por ejemplo, le exprimí todo el jugo, y si accedo a mi memoria puedo rescatar, sin problema, una imagen bastante nítida de mis mandos, los botones desgastados por el excesivo uso. Aunque en mi defensa debo aclarar que no fui, ni de lejos, el único que vició hasta la saciedad.

La Super Nintendo —¡qué maravilla!— había llegado para quedarse, para siempre.

El progreso era un ser cada vez más adulto. 

La marca japonesa Nintendo había hecho historia, y casi monopolizaba el sector de los videojuegos. Su producto estrella era el mítico Mario Bros, quien vio crecer a toda una generación. Fue como un hermano mayor. 

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Y para los díscolos, o inadaptados, existía la competencia, SEGA, capitaneada por el erizo que corría como el demonio, llamado, todos lo recordamos, Sonic.

Hace nada mencionaba que ponía el foco en el sector de los videojuegos, lo cual, en parte, era por egoísta nostalgia, pero ya he dicho todo lo que quería decir en torno a ello, y había vida más allá de la NES, la SNES, Mario y Sonic. Mucha más.

Reitero que el mundo era un torbellino de cambios, los cuales afectaban a todos los sectores. El signo de este artículo quiere hacer referencia a los tecnológicos, por lo que seguiré omitiendo los avances médico-científicos, sociales, políticos, etcétera.

Para continuar quisiera rebobinar un poco la cinta, y, amparándome en esta metáfora, muy oportuna, quiero mencionar las cintas de VHS. Las míticas cintas de VHS, que nos acompañaban desde los ochenta (y que nuestros padres generación Xtanto gozaron), iban camino de la desaparición (haría una breve reseña de la precedente cinta Beta, pero como no me compete por edad, lo omitiré). Ambas generaciones habíamos convivido con el VHS, y ambas lamentamos su progresiva desaparición. Yo aún puedo recordar como, con amargura, iba guardando en cajones y armarios las montañas de cintas que fui acumulando durante años (algunos de sus ejemplares aún conservo, y mientras escribo estas líneas me basta con girar la cabeza para localizarlas. Ahí están, pudriéndose ignoradas, pero qué recuerdos). Su contenido era variado; programas grabados de la televisión; películas; series de dibujos; filmaciones caseras… No obstante, supongo que fue más triste para los miembros de la generación de nuestros padres, en especial todos aquellos que le tuvieran cariño al icónico sistema de video VHS, pues a su extinción había que sumarle que ya venían del funeral del vinilo, al que substituyó, al menos parcialmente, y por supuesto provisionalmente, la cinta de casete. Y pronto tendrían que pasar por otro mal trago, pues la inminente aparición de una cosa llamada discman, erradicaría, a su vez, a los casetes.

¡Maníaca vorágine de cambios! ¿Dónde, y cuándo, terminaban esos cambios? ¿Terminarían?    

(Chao, arcaicas cintas de casete. Chao, legendarias cintas de VHS. Un recuerdo en forma de homenaje para los vinilos).

Hola, cintas en forma de disco, llamadas DVD.

Si los ochenta fueron transformadores, análogamente, pasar de una foto sepia con baja resolución a una a todo color con miles de píxeles, los noventa fueron una locura; un tsunami de innovación.

(No estoy siendo preciso en cuanto a fechas durante este recorrido nostálgico, pero valga la aproximación). 

Para nosotros, los niños y niñas ochenteros, quienes, siguiendo la estela de este viaje, ya empezábamos a tener vello en el pubis, las sucesivas desapariciones fueron poco traumáticas (cuestión generacional, claro; éramos más dados a los cambios). Pero sobre todo estábamos más abiertos al progreso por una sencilla razón: porque el substituto de turno mejoraba lo anterior. E incluso por otro motivo: porque no nos dejaban desamparados. Es decir, no existía ni un solo hueco temporal; ningún tiempo muerto entre un invento y el siguiente durante el cual tuviéramos que esperar, resignados, de brazos cruzados.

A la SNES, por ejemplo, retomando la senda de las videoconsolas, la lloramos todos cuando llegó la hora de su muerte, pero nos olvidamos pronto de ella (otorgándole un lugar privilegiado en los desvanes), pues llegó una mejor: la Nintendo 64. Todo bien, pues nuestro héroe de confianza, el señor Bros, seguía entre nosotros (y para los inconformistas, Sonic también seguía presente), y porque… porque… ¡¿Cómo?! ¡¿Era en serio?! Nintendo 64: ¡Qué clase de mundo de ciencia ficción habitábamos?!

El número, correcto, correspondía de nuevo a los bits, y, ahora sí, a finales de los noventa, ya empezábamos a saber qué eran, al menos superficialmente. Eran unas unidades de procesamiento que permitían, a mayor número, mayor velocidad, mejores gráficos, mejor jugabilidad y, en definitiva, mayor disfrute.  Nos familiarizamos con esos conceptos técnicos gracias a otro producto tecnológico, que, en paralelo, también progresaba a pasos agigantados: los ordenadores de sobremesa.

Intel se llevó la palma en ese sector, fabricando y mejorando el hardware a un ritmo trepidante, y el mérito en cuanto a software, al menos al principio, al menos en líneas generales, al menos en España, es de indudable autoría: Microsoft.

A las puertas del nuevo siglo, y del nuevo milenio, la implantación y consolidación de los ordenadores de sobremesa, sí supuso un cambio radical de escenario.

La diferencia importante no procedía, al menos directamente, de esos aparatos a los que se les conectaba un monitor, un teclado y un ratón, sino del invento que venía asociado a ellos, y que, eso sí, ahora sí, sin ningún género de dudas, revolucionó al mundo: Internet.

Hasta ahora, y nadie lo hubiera pronosticado, todo era menor; un aperitivo. Pero la llegada de Internet, eran palabras mayores, en mayúscula y negrita. 

El propio nombre nos sonaba a chino, y su utilidad, al menos en fases iniciales, superaba nuestra comprensión. Lejos andábamos (todos, incluidos los propios diseñadores, según reconocieron públicamente algunos en su momento) de conocer el verdadero alcance. Puede que fuera la primera vez que el ser humano fabricaba algo que realmente escapaba a su conocimiento y control. Jugar a ser Dios. Ese descubrimiento sí que fue la bomba.

Porque, si no lo he entendido mal, me estaban diciendo que ahora, además de poder jugar a mis juegos favoritos en la videoconsola, ¿podía desplazar mi trasero hasta otro asiento, el de la mesa de escritorio de mi habitación, y jugar a otras cosas, en otro dispositivo y modalidad? ¿Sí? ¡Genial! A este paso no iban a verme el pelo en la calle.

Espera, espera un momento. ¿Me estaban diciendo que ahora, además, podía jugar con otras personas —llamados usuarios—, desconocidos que se ubicaban en cualquier parte del planeta? ¿Podía, por tanto, sobrepasar las restricciones que la precaria inteligencia artificial usaba para controlar los videojuegos de plataformas de unas limitadas videoconsolas? ¿Podía, en definitiva, interactuar, lidiar, bregar con o contra una inteligencia superior, esto es, otro ser humano? Un momento un momento un momento… Y además de jugar con otros, o contra otros, mediante esa nueva versión de los ordenadores de sobremesa o uso personal, mediante esas máquinas rectangulares llenas de lucecitas, ¿podía establecer contacto con otros de mi especie, de ambos géneros, en otros entornos, como, por ejemplo, salas de chat?

¡¿Cómo?!  

¡¿Era en serio?! ¿Eso era lo qué nos deparaba el siglo XXI?

Sí, así era. Y bastaba con conectar tu ordenador a eso que llamaban internet mediante un cable telefónico. Ni idea de cómo funcionaba esa milagrosa tecnología, pero ¡funcionaba! Y más valía que te adaptaras pronto, porque eso sí había llegado para quedarse.

Aún recuerdo, también con buena calidad de imagen, el proceso de conexión. Había que teclear nuestro número de teléfono fijo, y esperar unos segundos. Seguía el sonido de una marcación, y de inmediato una sucesión de pitidos estridentes, encapsulados debajo de una especie de crepitar de estática, y listo: ya tenías acceso libre y total a la red. Obraba tal magia un aparatejo llamado modem de 56k. Por cierto, ¿a qué demonios correspondía esa <<ka>>?

Pronto lo averiguamos, e integramos a nuestra cotidianidad. <<K>> se derivaba del prefijo kilo, que representa el millar. La palabra completa era kilobit. Vaya por Dios: ya no estábamos hablando de decenas de bits, ¡sino de millares!

El progreso había crecido una barbaridad. Estaba irreconocible. Era adulto, con todas sus funciones completamente desarrolladas, y te quedabas atónito al ver hasta dónde había llegado; las metas que había logrado. 

Quisiera detenerme muy brevemente en este punto, pues, para mí, la incursión en las mencionadas salas de chat significó un punto y aparte. En mi opinión, ponían la primera piedra de la nueva sociedad que se estaba construyendo. El preludio de lo que, en un futuro no tan lejano, serían las relaciones sociales. Hoy es la consumación de ese inicio, o un punto muy avanzado, pues gran parte de nuestra comunicación, aunque en general, de nuestra actividad, acontece en Internet. Hoy, la mayoría estamos abonados, entregados a las redes sociales, y cada vez tienen más adeptos. Las nuevas generaciones ya no conciben la vida sin el mundo virtual. Antaño era una suerte de prueba piloto.

Te sentabas frente al teclado y el monitor, entrabas en alguna de esas misteriosas salas de chat, y te ponías a teclear. Entablando contacto con personas anónimas, de cualquier género, nacionalidad, edad y credo, te sentías poderoso, y además resultaba de lo más cómodo. Era tan misterioso y emocionante como tal vez peligroso, y pasaré de puntillas sobre mis propias experiencias, pues las hubo de todo tipo, tanto buenas como malas.

A mí y a los de mi quinta nos pilló saliendo ya de la adolescencia, motivo por el cual pudimos explorar este nuevo mundo con mayor conciencia (aunque la conciencia en los veinte es bastante tosca): digamos que veníamos entrenados.

Una nueva forma de interacción se abría paso ante nuestros estupefactos ojos. Por extensión, se ampliaban nuestros círculos de amistades. Por extensión, cambiábamos nuestros hábitos de comportamiento. Por extensión… nos transformábamos como sociedad. Y nosotros, los que por aquel entonces ya nos afeitábamos, fumábamos e íbamos en moto, en cierto modo, fuimos los conejillos de Indias.

Entablar comunicación con personas conocidas de localidades próximas, y/o con perfectos desconocidos residentes en distintos lugares, con independencia de la distancia geográfica, empezaba a ser la norma. Y todo con la seguridad y tranquilidad que te proporcionaba el anonimato.

Qué mundos maravillosos nos brindaba la modernidad.

Y con qué más nos podía sorprender el progreso, un ser adulto que ya era autónomo, e intelectualmente muy dotado.

Y ahora voy a seguir escribiendo, chateando con esa persona que me gusta, que se halla al otro lado del monitor, y a la vez lejos, de quien no conozco ni su aspecto físico, y quien me ha dado unos datos biográficos que no puedo saber si son ciertos.

¿Pero qué alternativa tenía? ¿Salir a la calle a hablar con personas de carne y hueso? ¿Salir a la calle ha jugar a la pelota? Eso era prehistórico. Ahora podía descargarme un juego de futbol en el ordenador, y hablar con decenas de personas virtuales, a cuál más fascinante.  

Veías y vivías los avances, e intentabas estar actualizado. Lo que antes era una modesta tiendecita de barrio donde conseguir productos básicos de primera necesidad, en el siglo XXI devino en un macrocentro comercial con infinidad de tiendas y de productos. En los medios de comunicación se daban noticias, con relativa frecuencia, acerca de nuevas innovaciones tecnológicas venideras. Noticias sólidas, contrastadas, pues aún nos quedaba un poco lejana la era de las fake news. Y la gente se hacía eco de ello; en la calle, en el trabajo, en casa. Y el siglo veintiuno no defraudó.

Pero que no cunda el pánico. Los mileniales de la primera camada estamos preparados para afrontarlo. Que vengan cuantos cambios o avances quieran.  

Que vengan cuantas videoconsolas quieran, y con un millón de bits, si les place. Y que mejoren el hardware de los ordenadores tanto como quieran. Nos adaptaremos, en el nombre del progreso.  

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El ordenador de sobremesa que habías comprado ya no se podía ampliar, pues algunas piezas habían quedado obsoletas. Está bien; lo hemos amortizado. Ahorraremos, y comparemos otro. El progreso es fabuloso.

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¿Al portátil le pasaba lo mismo? Vaya por Dios. Pero bueno, es comprensible, pues ya tiene, cuántos, ¿cuatro años? ¿Cinco? Está anticuado. Hay que cambiarlo; qué remedio.

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— No se puede.

— Pero, señor vendedor, disculpe: es que me compré la videoconsola hace apenas tres años.

— Ya, pero el juego que usted quiere tiene un formato de disco que no es compatible.

— ¿Entonces?

— Entonces tiene que cambiarse la videoconsola: no queda otra.

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— Pero, ¿cómo voy a cambiarme el móvil? Si tiene un año.

— Pero se ha quedado obsoleto. A parte de que tiene muy poca capacidad, bueno, es que ya no se reparan.

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— ¿Cómo que no puedo conectar estos auriculares en este móvil? Si es nuevo.

— Ya, pero recientemente han eliminado las conexiones analógicas. Este ya no tiene Jack. Ahora va por bluetooth.

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Está bien, calma. Son los cambios inherentes al progreso. Respiremos hondo. Pero a este paso van a arruinarme.

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— Sí, si quieres lo reparamos. Pero claro, por unos doscientos euros más, tienes el modelo nuevo.

— ¿Y qué cambia?

— ¡Hombre! Dos años más de tecnología. Supone un cambio radical.

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En serio; respiremos hondo, y encomendémonos a Buda.

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— ¿Formato MP3? ¿De qué siglo procedes?

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— ¿MP4? ¿Qué tal si te actualizas un poco?

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— Normal que vaya lento. ¿Es que no te has enterado de que ahora los ordenadores usan discos SSD? ¿Y dónde vas con ocho tristes gigabytes de memoria RAM? Más te vale comprar uno nuevo.

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— No, no, no. Es el ocaso del 3G.

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— ¿Pero tu móvil no tiene tecnología 4G?

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— ¿Aún vas con 4G, hombre de Dios?

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— Está bien. Mire, señor vendedor. Tengo el último modelo de iPhone. Lo pagare a plazos y me pasaré el resto del año alimentándome a base de sopas de sobre, pero por lo menos estoy al día.

— Ha hecho usted bien.  

— Ya. El caso es que carga muy lento.

— Permítame… Ajá. Lo que ocurre es que su viejo cable de corriente ya no es efectivo. Ahora usan el tipo C. Y el cabezal también debe cambiarlo, porque el conector es distinto. Espere.

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En serio, calma. Calma. No perdamos los nervios. En el nombre del progreso, calma.

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Dylan D. Doe

Guionista. Articulista. Novelista. Superviviente.

"La derrota tiene algo positivo: nunca es definitiva.
En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitva."
- José Saramago

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