Luz y tinieblas
(VI) Najin y Fatu

Rebobinemos.
Siete años.
Contexto y situación: año 2017. Antesala de arrancar.
Antes de embarcarme en esta aventura de escribir novelas —tan apasionante como incierta, tan dura como gratificante—, y como paso previo para ejercer la profesión, para ejercerla con ciertas garantías, me preparé. Y para prepararme, me documenté. Ampliamente. Y me tomé mi tiempo. El futuro venidero era ignoto. No tenía certezas, excepto una. Y quizá dos.
Primero: no sería fácil ni rápido. Aunque existen casos de meteóricos ascensos, en el ámbito profesional que sea, son excepciones contadas (y de esos, muchos supeditados a tramposas triquiñuelas con las que los implicados logran allanarse su propio camino). Estaba convencido de que no tendría tal suerte. Hoy puedo constatar que no me equivoqué. Por suerte, o no, poseo una virtud llamada paciencia.
<<No hace falta ser un genio para saber que los inicios, en cualquier oficio, son difíciles>>. Este enunciado, dicho de diversas formas, me lo fui repitiendo muy a menudo. O sucedáneos: <<Lo importante es estar en el camino y no rendirte>>. Y al final, a base de repetir, el cerebro se acostumbra; se cree lo que le dices.
Es una ciencia, diría que exacta. Por muy formado que esté uno, y por muy maduro que sea, por mucho apoyo que tenga, y por mucho ego que atesore, comenzar siempre es difícil. Y si existe algún caso de lo contrario, de alguien que haya empezado en alguna profesión, la que sea, y el primer día se sienta plenamente capacitado, sosegado, sin miedos ni dudas, que levante la mano. Y si lo hace… no me lo creo.
El planteamiento (análogamente), pues, estaba servido.
Llegar a esa elemental conclusión fue un primer consuelo. Vendrían más, aunque pocos.
Segunda (casi) certeza que manejaba: nada, o muy poco, sería como imaginaba. Y eso que de imaginación voy bien. De hecho, es el pilar sobre el que se sustenta mi pretensión de ser novelista. Es decir, que sin información —reculando aún más, como paso previo a prepararme (análogamente, la proyección de la historia)—, especulé acerca de qué me encontraría. Hablo de todo el conjunto; de todo lo que conlleva el oficio, ya sea aquello que me compete como aquello que no. Aquello que está en mi mano, y aquello que no. Se me ocurre una comparación: como cuando te matriculas en una carrera, siendo un crío de diecisiete o dieciocho años. Más allá del nombre de la carrera escogida, así como del nombre de las materias que se impartirán, no sabes nada. Por mucho que puedas previsualizarlo en tu imaginación, desconoces con qué vas a toparte. Ni mientras estudias ni después.
Y aquello con lo que vas a toparte partiendo del punto (A), y hasta llegar al punto (B), el trayecto desde que tecleas la primera frase… hasta que escribes el anhelado “fin” (o desde el momento en que sales de la universidad… hasta que te consolidas en un puesto de trabajo, dominando el oficio, el que sea), corresponde, análogamente, al nudo.
Como era de esperar, acerté. Muy poco de lo que había alcanzado a imaginar se cumplió. Lejos estaba de conocer, a) el arduo trabajo que me quedaba por delante, b) las inmensas dificultades que entrañaba dominar el oficio, c) la devastadora complejidad para acceder al mundo editorial (lo cual, a fecha de hoy, aún batallo por conseguir) y, d) la zozobra emocional que se avecinaba. En definitiva, no sabía un carajo. Solo que debía ser persistente. Y paciente.
Como decía, me entregué a la preparación, paso previo a lanzarme a la acción.
Imposible va a ser recordar ni el cincuenta por ciento de lo que llegué a consultar, por Internet y en libros. El grueso de mi… lo voy a llamar, sin ánimo de ser ufano, investigación, se desarrolló en la red. Destiné dos años. Si, no me he equivocado; dos años.
Acopio de información que considero se podría dividir en dos grandes bloques. Uno: toda la información que pudiera recopilar acerca del oficio en sí mismo, y que podría titular como <aprender el arte de narrar> (la teoría; el estudio). Y dos: cómo hacer para insertarme en el sector profesional (la práctica, la salida al mercado laboral).
No obstante descubrí que ambas cosas estaban bastante entrelazadas. Quizá en el pasado no era así, pero hoy sí. Hoy un autor tiene que escribir, y luego hacer malabares para darse a conocer. Publicitarse. Emprender campañas de márquetin. Pequé de ingenuidad al suponer que bastaba con escribir, y que luego una suerte de hadas buenas se encargarían del resto. Aunque puedo justificar en parte mi puerilidad, porque, insisto, en el pasado no era tanto así.
En el pasado los escritores eran destacados seres bendecidos con un don, y que no abundaban precisamente, o por lo menos no tanto como ahora, y que por lo tanto había que persuadirles para que se afiliaran a tu editorial, o medio de comunicación, y no a la competencia. Profesionales, en definitiva, de enorme prestigio, con una prevalencia de existencia de quizá uno de cada cien mil ciudadanos. Hoy la proporción… en fin: cualquier pelagatos con ínfulas escribe un libro, con independencia de la calidad, y se hace llamar novelista.
Intenté rescatar la parte positiva del hecho de que hoy en día ese sector constituya un atasco de aspirantes de tres pares de genitales. No la hallé. Solo quedaba una alternativa viable: trabajar aún más duro de lo que había previsto, con tal de intentar adelantar a toda la competencia que avanzaba enfervorecida en tropel por el mismo carril que el mío, y dirección al mismo objetivo. Y, aunque me sentía capacitado para ello (aún hoy), no negaré que era un tanto descorazonador, tal vez deprimente.
Supongo que la primera frase que escribí en el recuadro de Google fue: cómo ser escritor?
Y una cosa llevo a la otra, y otra a la de más allá…
Recuerdo consultar infinidad de artículos, foros, sitios web.
Buscar testimonios constituía una de las piedras angulares de mi proyecto de investigación. Es obvio, supongo. A ver cómo lo habían hecho los que lo habían logrado.
Para mi sorpresa, existían más casos de los que hubiera podido imaginar. Mi entonces escaso conocimiento acera de autores, vivos o muertos que habían logrado el hito de ganarse la vida con las palabras escritas, se limitaba a una decena, una quincena a lo sumo; mis autores de referencia. ¡Sin embargo había muchos más! Perfectos desconocidos para mí, pero igual de válidos que aquel reducido grupo que yo conocía. Ese descubrimiento fue gasolina para el depósito de mi entusiasmo. Fue gratificante y enriquecedor, pues no era tan remotamente improbable como en algunas fases a lo largo de esos dos años llegué a considerar.
Agregué nombres y apellidos a mi listado de autores, y posteriormente leí a varios. Y por supuesto aún sigo inmerso en ese proceso de conocer cuantas voces narrativas pueda acaparar, pues leer, y lo diría cualquier autor con un mínimo criterio, es fundamental para escribir.
Conclusión primera a ese respecto: los que triunfaban no eran casos aislados, ni sus historias se circunscribían a un pasado más o menos lejano, sino que algunos eran actuales. Por lo tanto, era posible.
Profundizar en cada caso me condujo a una vorágine de emociones, buenas y malas. Existían historias bonitas, casi mágicas, éxitos que parecían predestinados. Talentosos autores y autoras que, empezando jóvenes, pronto alcanzaron la popularidad. No les supuso un gran esfuerzo darse a conocer. Tener un gran talento innato, estar en el lugar adecuado en el momento justo, y/o quizá tener contactos (o puede que una confluencia de todo ello): en cualquier caso, escritores y escritoras que llegaban a la cima con casi toda la vida por delante. Eso me animaba. Si cuando me lanzara a escribir descubría que tenía talento… ya tenía buena parte del camino recorrido.
Luego había otros casos. Aquellos que permanecieron en el anonimato varios años, picando piedra, hasta que alguien los escuchó. Eso me descorazonó, pues entonces tenía una gran tendencia a la fragilidad emocional. Pero bueno; no era tan grave: ¿quién dijo que fuera a ser fácil? ¿O rápido?
Veamos más casos. Los había de autores y autoras que nunca, a pesar de destinar toda su vida, y todos sus esfuerzos, lograron cosechar gran fama. E incluso los había que ni siquiera se llegaron a ganar jamás la vida con ello, alternando con otros trabajos el precioso arte de escribir. Afortunadamente no eran mayoría, pero eso no fue óbice para que me afectara. Y en ese punto, con los datos acumulados hasta ahora, sentí una mezcla perfecta de desazón y motivación. Podía lograrse… pero no estaba garantizado. Podía ganar… pero podía perder.
No quiero mencionar ningún nombre en este texto, porque no creo que sea necesario. Excepto uno: John Kennedy Toole. Descubrir su historia me sumió en un profundo desasosiego. Toda mi admiración por él, y cualquiera de ustedes que no conozca su historia, le invito a que la busquen por Internet. Es trágica, muy trágica, pero bonita al fin y al cabo. E inspiradora.
Decía hace un momento que algunos de los casos que consulté correspondían a autores contemporáneos. Cabe resaltar, no obstante, que la mayoría correspondían a autores antiguos, del siglo XIX y para atrás, o pertenecientes a la primera mitad del siglo XX. De cuando los libros eran objetos de culto, y quienes los escribían eran seres de prestigiosa singularidad. Y cuando no había tele, claro, ni cine, ni Internet, ni demasiadas formas de entretenimiento más allá de las páginas encuadernadas de un libro. Eso sin duda potenciaba su valor.
Pero… qué gilipollez por mi parte enrocarme en eso; en tiempos pasados. Debía enfocarme en la época que me había tocado vivir, y centrarme en los códigos y normas que regían la actualidad. (Un intrusivo y desmoralizante viejo refrán se insertó en mi mente: cualquier tiempo pasado fue mejor. Hice por desembarazarme de él, y seguí documentándome).
Como he mencionado un poco más arriba, hoy era bien distinto. Hoy era verdaderamente jodido.
No tardé en descubrir como proliferaban los aspirantes a novelista, y conocer según qué datos, me sumió (y aún hoy me sume) en el pesimismo y la angustia. Por ejemplo, el número de libros que se publicaban a diario en Amazon, que no recuerdo, ni, como Don Quijote, quiero acordarme. No obstante, eran una salvajada. Pensé: Pero, ¿hay tanta demanda para tanta oferta? ¿Existen tantos lectores?
Precisamente ese fue otro dato que busqué. Y hallarlo me tranquilizó un poco. Según datos oficiales del ministerio, sí, los había. El número de lectores trazaba una línea ascendente en los últimos años, y que se animó después de la pandemia. Bueno, OK; había esperanza. Pero…, en serio, ¡de dónde salían tantos autores! Las redes sociales estaban plagadas de ellos. O bueno, cabe matizar: decían ser escritores.
Eran (éramos) como las setas que nacen tras torrenciales lluvias otoñales. Dios, qué desesperación. Puede que hubiera suficientes lectores como para absorber todos los libros escritos, pero de lo que seguro que no había tantas, era de editoriales. Y por cierto, estoy usando un tiempo verbal equivocado. Hay que pasarlo al presente. Y seguramente adecuarlo al futuro.
Luego empecé a pensar que bueno, que el arte tiene una gran ventaja. Dos, en realidad: que es exportable e imperecedero. Supongo que cualquier disciplina artística goza de estas ventajas. Los libros seguro, pues se pueden traducir. Y entonces pasan a tener una audiencia potencial de miles de millones de seres humanos. Y no caducan; no pasan de moda. Léanse hoy una novela del siglo XV, por ejemplo. ¿Por qué no?
Y también pensé que podría dejar atrás a los competidores si consagraba la mitad de mi vida a ello, escribiendo rápido novelas de calidad. metafóricamente, pisando el acelerador. Y la otra mitad a crear atractivas campañas de márquetin para promocionarme. Y ya pues me dedicaría al ocio y al disfrute en mis ratos muertos. ¿Qué alternativa tenía?
Sumé más pensamientos a mi zurrón de la esperanza. Subrayé lo ya conocido, lo de que otros lo habían conseguido, y a ello le agregué un elemento más: varios de ellos provenían de otros sectores profesionales. Lo cual significaba que cualquiera podía, y que llegado el momento no me pedirán que tuviera una carrera de letras. (No obstante la tengo).
Más. Una amalgama de pretextos, realistas y fantasiosos, con los cuales apuntalar una motivación que de vez en cuando se tambaleaba.
Recuerdo una web en concreto. No el nombre, pero sí el contenido. Creo que era un blog. En uno de los párrafos, el autor decía que, en la actualidad, quienes se ganan la vida exclusivamente con el oficio de novelista, quizá sean una decena. Claro, me dije de inmediato, pero una decena ¿de cuántos?
En la misma página web hacían una estimación. La proporción era de uno de cada cien. ¡Uno! de cada cien lo conseguía. Era como el famoso sueño americano, ¿no? Nos muestran los casos de éxito, pero, ¿dónde están los restantes noventa y nueve? Rememorando a Tool, amargamente pensé: ¿Están?
Eso hundió mi moral.
Pero, cual masoca, persistí en mi investigación. Como he dicho, consulté mogollón de webs, y también escuché podcasts, y leí libros. Y consulté a personas, algunas de ellas vinculadas directa o indirectamente con el sector editorial. El augurio de la totalidad de ellos no era nada halagüeño. Pero no voy a seguir por ahí. Si lo hiciera podría terminar escribiendo una novela corta (y no es mi intención; no hoy, al menos), y quizá llorando por el desconsuelo. Solo quiero apuntar que, tras ya meses de acumular información, mi esperanza y motivación se volvieron duales. Un día me sentía capacitado, motivado y esperanzado (¡es posible!); al siguiente abatido y desmoralizado (se te va la olla; es una utopía; aterriza). Estos segundos estados eran terribles porque incorporaban un agorero pensamiento, que derivaba en una reflexión acerca de mi salud mental. <<Puede que este largo camino acabe en seco en un precipicio, y detrás quede una vida desperdiciada>>, y: <<Estoy chalado; como una puta cabra>>.
¿Había que estar chalado-como-una-puta-cabra para enrolarse en esa misión?
Quizá, pero, ¿qué hacía yo entonces con mi incontrolable necesidad de contar historias? ¿Cómo sofocaba esas ansias? ¿Yendo a trabajar a la oficina los siguientes cuarenta años mientras pensaba a diario en ello?
Quizá estar loco es una virtud…
Confieso que valoré abandonar antes de empezar. No diré que estuviera cerca, pero sí que me lo planteé.
Había que ser realista: entregarme en cuerpo y alma y a tiempo completo constituía un riesgo enorme, y no valían subterfugios: era un riesgo, y punto. (Como apostar todo tu patrimonio a un solo número de la ruleta).
Con todo, los meses se quemaban, y sus cenizas se acumulaban. Yo estaba ansioso por empezar, pero perseveré en mi afán <<investigador>>. Quería reunir un poco más de información, pero, sobre todo, quería y necesitaba sentir que me hallaba en un estado, sino ideal, óptimo de motivación.
Pasó un poco más de tiempo. Empecé a sentir que el inicio andaba próximo, entre otras cosas porque el calendario ya señalaba el año 2019. Había transcurrido bastante tiempo desde aquel ya lejano 2017, y quizá ya iba siendo hora.
Y fue por aquel entonces, en el invierno del diez y nueve, cuando, rebuscando un día más por Internet… me topé con una web. Una más. Una de tantas. Como siempre, empecé a leer el texto. Blablá, blablá. Todo muy bien. Blablá. Ajá. Hum. Muy interesante. Eso ya lo sabía. Eso ya lo había leído. Blablá. Hasta que me detuve, en seco, en un párrafo. Dejé el dedo índice suspendido sobre la ruedecita del ratón y clavé la vista en el monitor.
¿Saben ustedes aquellas ocasiones en las que leen, ven u oyen algo que se les queda grabado a fuego? Una frase de una película, un comentario de algún familiar, amigo o desconocido. Cuando leen un texto en un reel de Instagram… O una frase en un libro. De entre todo el popurrí de información con que hoy en día nos avasallan, aquella combinación de palabras que nos obligan a detenernos, y que posteriormente nos llevan a la reflexión. Confío en haberme sabido explicar.
Para mí fue la siguiente (venía precedida de una larga disección subjetiva acerca de cómo era el oficio de escribir en los tiempos actuales): […] <<Y hay que ponerse piel de rinoceronte>>.
Recuerdo que quedé pensativo. Largos minutos. Quizá era eso: quizá en eso se resumía todo. Soy de la opinión que los grandes problemas, las grandes dudas y los peores momentos de la vida se resuelven aplicando soluciones sencillas. En general una: esperando. Y fue entonces cuando pensé que había otra: siendo fuerte.
Dejando volar la imaginación, viajé hasta el siglo X. U XI; no importa. Me imaginé acudiendo a una batalla en el medievo… a bordo de un tanque de película futurista, fabricado con materiales indestructibles. De ese modo, no podía perder. Ni siquiera podían dañarme. Ya podían darme las hostias que quisieran con las espadas, los escudos o con sus duros puños medievales, que no me harían ni un rasguño.
Luego avancé la cinta de la Historia hasta mediados del siglo XX. Y me imaginé acudiendo a la batalla de Stalingrado montado en el mismo tanque, ahora mejorado, hecho de materiales aún más indestructibles (si acaso eso fuera posible —pero la imaginación no conoce de límites, ni a menudo de lógica—). El carro de combate, ya puestos, no solo era indestructible, sino que era hermético. Por lo tanto, ningún indiscreto soldado enemigo podría forzar la escotilla para arrojarme dentro un racimo de granadas. Entonces, ya podían dispararme cuantas balas, proyectiles de mortero y explosivos variados quisieran, pues no iban a dañarme.
¡Ja! Helo aquí la solución: sencilla. ¡Y estaba disponible en mi imaginación!
No puedo hablar en nombre de nadie más que no sea yo, pero me aventuro a suponer que una de las características innatas de un escritor es la curiosidad. Yo la tengo. De siempre he tenido un gran deseo por conocer. Y de repente… ¿qué carajo sabía yo de los rinocerontes? No podía ser, por lo que, sin cerrar esa gloriosa web, abrí una nueva pestaña en el navegador.
Tremendo bicho; enorme y feúcho. Un peso medio de entre una y dos toneladas. ¡Casi “na”! Pero ojo al dato: a pesar de su enorme volumen, pueden alcanzar velocidades de cincuenta kilómetros por hora. Igual que una moto de baja cilindrada; no está mal. Y, con una esperanza de vida de unos cincuenta años, parecía un mamífero longevo. No lo sé, no soy biólogo (por favor perdónenme la vida si me he equivocado). Pero sobre todo, por encima de todo, es un ser resistente, de piel robusta.
Destiné un largo rato a consultar acerca de esa familia de perisodáctilos. Una cosa llevó a la otra y terminé conociendo a una subespecie de rinoceronte: el rinoceronte blanco del norte. Vaya que no se sea porque habita el norte, pensé. Averigüémoslo. Conozcamos más sobre ellos.
Varias entradas en Google aportaban información específica sobre esa subespecie, por lo que me entretuve a indagar. Y el descubrimiento de la actualidad de ese tipo de rinoceronte me conmovió como en su momento lo hizo la historia de Kennedy Tool. Por culpa del ser humano se hallaba en severísimo peligro de extinción. No, corrijo (y lo pueden comprobar en internet, si lo desean): dado que, cuando escribo estas líneas, principios de 2025, solo quedan dos ejemplares vivos, dos hembras, “al no poder reproducirse, la especie está técnicamente extinta”.
Fuente: BBC.
Qué triste. De veras me entristeció. Caza furtiva por demanda de sus cuernos, la causa principal de su exterminio. Somos, la humana, una especie deplorable.
Najin y Fatu, madre e hija. Así se llaman. Ambas custodiadas en Kenia bajo estrictas medidas de seguridad. A la espera de que la ciencia obre algún milagro para la reproducción, y, por extensión, para mantener con vida la especie, ambas viven como se merecen: recibiendo amor y cuidados.
Por vosotras, Najin y Fatu (y no me importa lo más mínimo ser cursi), quien metafóricamente se ha recubierto el cuerpo con una de vuestras pieles, con tal de resistir a las embestidas y golpes que le propicia y propiciará la vida en su camino hacia una profesión casi utópica, os manda un caluroso abrazo. Larga y feliz vida.
Este texto está dedicado a vosotras.
Y, análogamente, sois el desenlace.

Dylan D. Doe
Guionista. Articulista. Novelista. Superviviente.
En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitva."
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