Luz y tinieblas

(V) No se puede tener ese odio (título provisional)

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Una vez, hace ya tiempo de ello, varios años, recibí un SMS que llamó mi atención. La transición a WhatsApp ya había sido sobradamente completada, por lo que los otrora imprescindibles SMS ya eran de escaso uso entre la gente, camino de la extinción. Más allá de algunos nostálgicos, de personas mayores que manejaban viejos hábitos, y de aquellos que se resistían, por inadaptación, rebeldía o por el motivo que fuera, a usar el revolucionario método de mensajería instantánea, ningún ciudadano de a pie mandaba ya SMS. Aunque sí los seguían usando las compañías, y la Administración, por lo que cuando oí el característico sonidito asociado a la llegada de uno de esos mensajes de texto, pensé que era el recordatorio para alguna cita médica, o una oferta comercial.

Ni una cosa ni la otra: era ¡de mi banco! Se dispararon mis alarmas. Lo abrí y leí. Y, frunciendo el ceño, lo releí un par o tres de veces, pues era extraño. No recuerdo su contenido, pero en resumen se me advertía acerca de que mi cuenta corriente había sido bloqueada. Supongo que cuando el peligro se circunscribe a nuestras finanzas es natural inquietarse. Yo me inquieté, y empecé a pensar en qué había pasado. Y cómo y por qué. No obstante, rememorando el dinero que tenía, no entré en pánico. Y quizá eso me salvó.

Sí recuerdo que la sintaxis era regular, con ciertas incoherencias, y el formato cutre; estaba todo el texto muy pegado. Pero seguía siendo una alerta del banco. Al final del mensaje constaba un enlace, al cual debía acudir para solucionar el problema. En el propio mensaje se especificaba: <Pulse aquí>. A pesar de la sombra de duda que me generaba aquello, fue más fuerte mi deseo de desbloquear mi cuenta… y averiguar qué había pasado.  

Recuerdo que cliqué en el enlace, el cual, lógicamente, me redirigió a un sitio web. El problema de fondo era que, como consecuencia de una mala comprensión lectora, había interpretado que mi dinero estaba en peligro (mal menor; poco dinero había en juego), cuando no se advertía específicamente de ello.  

No recuerdo para nada el aspecto de la página web a la que el enlace me redirigió. Lo único que consigo rescatar de mi memoria, y que al fin y al cabo es lo importante, era que me solicitaban que cumplimentara unos huecos con mis datos personales —para verificar que era yo, creo, supongo… no lo recuerdo—: nombre y apellidos, número de la tarjeta y poco más. Y cerca estuve de hacerlo. Bastante cerca, pues estaba ansioso por solucionar aquello. Creo que incluso rellené algún recuadro. Pero, haciendo una mueca, me detuve. Mi precaria inteligencia de entonces me sugirió: Espera un momento. Piensa.

Pensé.

Las entidades bancarias no se ponen en contacto con sus clientes de este modo, ¿verdad? Aunque quizá, me rebatí a mí mismo, dado que en esta era moderna las cosas cambian a la velocidad de la luz, ahora sí recurren a este método, y yo era un palurdo desactualizado. El texto inicial me había asustado, y cabía la posibilidad de que aquello fuera real, y yo estuviera equivocado. Pero, auxiliado por los conocimientos tecnológicos e informáticos inherentes a mi generación, y tras darle un par de vueltas al asunto, e imagino que tras releerlo de nuevo, concluí que aquello tenía mala pinta. Pero es lo de siempre, supongo —rompiendo una lanza en mi favor—: cuando uno es novato en algo, en lo que sea, es muy susceptible de actuar como un pardillo, pues no tiene experiencia previa, ni referentes en los que sustentarse.

Cerré la página web a la que me había redirigido el enlace, y reprimí mi ansia como puede (afortunadamente soy bastante bueno en eso). Lo dejé pasar hasta que pudiera hablar directamente con mi banco. Dado que el SMS llegó por la tarde (un elemento más para añadir al frasco de la suspicacia, supongo, pues, ¿quién hay trabajando en una oficina bancaria por la tarde?), esperé a la mañana siguiente.

Y a la mañana siguiente, temprano, llamé. Tras una breve charla —durante cuyo transcurso, quiero mencionar, me sentí algo avergonzado por haber sido tan crédulo (por decirlo educadamente)—, aclaré el asunto. En efecto, tal como indicaban los indicios, un intento de estafa. Si llego a introducir mis datos bancarios, chao dinero (dudo que los ciberdelincuentes hubieran podido comprar grandes cosas con mi capital). Pero chao, ipso facto, me indicó el empleado del banco. Y ni se te ocurra pensar que lo hubieras recuperado, agregó. Ya me lo parecía, dije a mi interlocutor del banco, haciéndome el digno, y colgué dándole las gracias. Y de inmediato borré el dichoso SMS.

Investigué en la red. <<Smishing>>, le llamaban, palabra que se formaba por la unión de SMS y <<phishing>>. Entonces me sonaban a chino esos términos, pero en adelante me familiarizaría con ellos.

Con una media sonrisa entre la indignación y la admiración, pensé: Qué cabrones.

<<Smishing>>. Las autoridades ya lo habían bautizado, por lo que no parecía una actividad esporádica. Para nada. En adelante los seguí (seguimos) recibiendo, con relativa frecuencia, y hasta la actualidad. Parece ser que este método no pasa de moda: siempre hay potenciales víctimas, imagino. Siguen siendo SMS, y, tal como antaño, los hay con distinto nivel de sofisticación. Desde cosas muy elaboradas hasta cosas muy chapuceras. Parece ser que hasta en el mundo de la ciberdelincuencia hay gente que no está interesada en hacer bien su trabajo. A modo de ejemplo, veces los recibo de bancos ¡que no son el mío! Un aplauso, ciberidiotas. 

Como fuera, en mi caso, poco iban a robarme. Las ventajas de ser pobre. Ser pobre está infravalorado. Ser pobre son toda ventajas excepto una: que no tienes dinero.

En fin… Supongo que la mayoría de los que lean estas líneas, puede que todos, asentirán en señal de complicidad, pues sabrán de qué hablo… Pero ¡no se vayan todavía!   

       Una vez, años antes del suceso del SMS que acabo de relatar, puse en venta una bici. No recuerdo en qué web de compraventa la oferté, pero no era Wallapop, pues aún no existía. El caso es que pronto recibí una primera consulta. Más que consulta, era una oferta. Más que oferta, una solicitud de compra en firme. Era una bici de esas plegables. No estaba en mal estado, pero tampoco era nueva, ya me entienden ustedes. Puse un precio un poco por encima del que, creo, correspondía. Me constaba que esa web aceptaba contraofertas, por lo que pensé aquello que pensamos todos: si cuela, cuela. El email del presunto comprador era en inglés (que por supuesto tuve que traducir con el traductor de Google), y de inmediato, frunciendo la nariz, pensé: Qué raro. ¿Una persona extranjera quiere mi bici? ¿Qué pasa, que no hay bicis en su país? Quizá vive en Groenlandia, en ese caso… Pero entonces, dado que era incluso más tonto que en la ocasión del SMS, me dije, bueno; por qué no. La mía debe ser cool.

Tampoco ahora voy a poder recordar los detalles, por lo que de nuevo recurro al resumen. La persona en cuestión, que tenía identidad (o usaba identidad, mejor dicho, nombre y apellidos), nacionalidad (no me acuerdo), y me suena que incluso teléfono, estaba interesado en mi bici. Seguro. Le gustaba. No regateó, ni indagó acerca de su estado. Le interesaba, y punto. Solo había un pequeño inconveniente: vivía lejos. Le respondí, con educación, gracias por su interés, blablá, y le expuse la evidencia. Me respondió, muy deprisa (como si hubiera dado con el chollo de su vida). No había problema, me dijo, muy resolutivo, pues me proponía que un intermediario participara en la operación. Era raro, pensé yo de nuevo, alzando y arqueando las cejas, pero, entre tonto y pobre, visualizando los noventa euros (creo que ese era el precio que fijé), acepté. En el último párrafo de su respuesta a mi email estaba la clave de todo. El intermediario en cuestión era una empresa, y las empresas… pues no trabajan gratis. (¿Verdad que entiende usted eso, tarugo-aspirante-a-ser-estafado?).

El presunto comprador me pedía que yo le mandara dinero, suma equivalente al precio de la bici, más gastos de envío…, más la comisión que el intermediario se llevaba por la recogida, y que él, la persona extranjera que tan entusiasmada estaba por poseer mi bici plegable de precio hinchado, ponía en marcha la operación, esto era, entregarle el dinero al intermediario. Y que cuando él, el destinatario final, recibiera la bici de los huevos, me mandaría de vuelta el dinero, más un pequeño extra como agradecimiento; mi comisión por ser tan majo, supongo.

Todo muy rocambolesco, muy enrevesado, pero a mi necedad le sonó de maravilla.

De repente miré a mi bici con orgullito: me iba a reportar más beneficios de los que hubiera imaginado, y recuerdo que escribí un email de vuelta, solicitando los detalles para iniciar el procedimiento.

A mi casi siempre me ha salvado el miedo (el miedo también esta infravalorado; en general suele alargar la vida y ahorrarte disgustos), y justo antes de darle al botón de <enviar>, lo sentí. Me daba “un no sé qué” todo aquello, por lo que en el último momento cancelé la operación, y borré los emails del presunto comprador.

Poco después, investigando, descubrí que era un intento de estafa más o menos común, que se estilaba, especialmente, en el sector automovilístico de segunda mano.  

Entre la indignación y la admiración, pensé: Qué listos son, esa panda de mamones.

       Una vez, hace ya bastante, más o menos por las fechas en las que estaba interesado en vender una bici de segunda mano, residiendo yo en una población equis, no importa cual, me metí en internet, a la caza de un piso para alquilar. Acababa de llegar a esa población equis, y vivía provisionalmente en casa de una amiga. La oferta inmobiliaria siempre es elevada, y entonces no fue una excepción.

Había pisos a mansalva. No sé cómo hacen los ricos: los pobres filtramos por precio. La lista se redujo considerablemente. Tras aplicar a los criterios de búsqueda mi presupuesto, de los quizá diez que quedaron disponibles, uno destacaba por encima del resto; brillaba con luz propia. Las fotos, a pesar de tener cierta mala calidad, algo borrosas, como desenfocadas, mostraban bien a las claras cómo era el inmueble. Y el anuncio disponía de las suficientes como para que uno se emocionara. ¡Era genial! Creo que era un dúplex. ¿Y el precio? ¡Guau! ¡No podía ser! ¡Qué afortunado de encontrar esa ganga! Debía darme prisa antes de que otro se me adelantara. Corrí a escribir al dueño, quien me respondió muy pronto. No quiero aburrir al lector, por lo que esta vez, a pesar de recordarlo con cierto nivel de detalle, voy a resumir para favorecer la narración. Él, el dueño, era hombre, teóricamente, vivía fuera de España. ¿Solución? Muy sencilla; hasta un tonto (como yo) lo entendería. Yo le mandaba un depósito, en el que incluía el mes de alquiler y la fianza (dos meses), y él me mandaba a cambio las llaves. Y había que ser muy tonto para no aceptar.  

Embriagado por la alegría, se lo conté a mi amiga, quien intercedió oportunamente en mi favor. Se lo conté y mostré, y, mil veces más inteligente que yo, me dijo, escucha. Escuché. Sacudió la cabeza. Vamos, dijo. Fuimos.

Llegamos hasta la dirección que constaba en el anuncio. No existía ese número de calle. Desde la acera me quedé mirando la fachada durante largos segundos. Mi decepción fue grande, y entre la frustración, la rabia y la admiración, pensé: Cómo puede haber gente así.

       Una vez, hace unos cuantos años, aunque en fechas posteriores a los casos citados hasta ahora, recibí un correo electrónico de Amazon. Se me alertaba de que mi cuenta estaba bloqueada, o en peligro, o yo que sé. Por seguridad debía clicar en el enlace, y una vez allí cambiar la contraseña. Y para ello debía introducir primero mis datos personales: nombre y apellidos, teléfono, dirección, fecha de nacimiento y… número de la tarjeta asociada a la cuenta. Si no fue la vez que más cerca estuve de picar, será la segunda. Muy, muy cerca, pues me lo creí. Llegó en un momento en que, y lo recuerdo bien, tenía productos pendientes de recibir, lo cual contribuyó a que lo creyera. Cuando, de casualidad —con todos los campos rellenados, y con la yema del dedo índice sobre el botón izquierdo del ratón, y el cursor sobre la opción <enviar>— eché un vistazo más detallado al contenido de la web a la que me había redirigido el enlace del email, sentí un cabreo importante. Panda de hijos de puta, pensé, entre la ira y la frustración y la impotencia, mientras cerraba la página web y borraba el email.

<<Phishing>>, le llamaban. Una práctica fraudulenta que tenía varias modalidades. Varios tentáculos.  

Y de estos, si no los he recibido por centenares en el transcurso de los últimos quince años, no he recibido ninguno. Casi todos van automáticamente a la carpeta de spam, pero de vez en cuando se cuela alguno en la bandeja de entrada.

¿A alguien más le suena lo que estoy contando?

       Una vez, no hace tanto, unos tres años, frecuentando una de esas mal llamadas aplicaciones de citas, eufemismo de, a mi entender, aplicación de comercio de la carne, una que tiene un fondo rojo, recibí un match. No voy a entrar a valorar los entresijos psicológicos que intervienen en casos como estos, en concreto en hombres heterosexuales, porque creo que sería patético, y no es necesario por el signo del artículo. Solo diré que en ese contexto se daba mi versión más pusilánime, más idiotizada. La chica en cuestión era atractiva, de rasgos asiáticos, y mostraba gran interés. Halagado, me dejé llevar.

Tampoco ahora está en mi deseo aburrir al lector (lo siento por los más morbosos), por lo que, en resumidas cuentas, diré que, tras pedirme el teléfono en la segunda frase, tras el hola-qué-tal de rigor, me empezó a contar su historia, ya por WhatsApp. Era trágica pero verosímil. Tenía estructura, digámoslo así. Digamos que no estaba improvisada. Contaba que tuvo una terrible experiencia conyugal, y que cuando salió de ese infierno doméstico se halló sola, desamparada y con graves problemas económicos. Pero un tío suyo la auxilió. Gracias a él había logrado salir a flote. Resultaba que el tío en cuestión tenía acceso a un mercado de acciones relacionado con las criptomonedas. Un acceso privilegiado. No había riesgo y era infalible (había que hacerle un monumento a ese tío), y ella tenía la gentileza y humanidad de compartirlo conmigo.

Se tomó su tiempo, unos días dorándome la píldora, hasta que me pasó un enlace, y yo lo cliqué. Ella (o quién diablos fuera) me insistía: regístrate —venía convenciéndome desde casi el principio— e invierte. Con una pequeña aportación podrás multiplicar exponencialmente tu dinero. Ajá, pensé.

En esta ocasión mi salvación fue una mezcla de mi virtud, el miedo, y de mi situación, o condición social habitual, la pobreza (la cual, insisto, es fuente de grandes ventajas… por ejemplo, y sin ir más lejos, le impide a uno invertir). No puedo invertir, recuerdo que le dije varias veces. Por mucho quiera, y no quiero porque no me fío de ti, pensaba, no puedo. Si llego a tener dinero… quién sabe.

Pocos días después, y tras un desinterés creciente y patente, el recuadro de su foto de perfil de WhatsApp aparecía en blanco, y el resto es historia.

       Una vez, suceso cronológicamente anterior al que acabo de narrar, y en una aplicación distinta, me pasó lo mismo, aunque mucho más elaborado por parte del estafador. Estafadora, en este caso (el mundo de los canallas no distingue géneros). A diferencia de la chica asiática, de quien no puedo certificar el sexo, pues las fotos perfectamente podían haber sido sacadas de internet, incurriendo en otro delito, el de suplantación de identidad, esta era mujer, pues se mostró mediante videollamadas. Me cameló durante semanas, fortaleciendo su puesta en escena con las mencionadas videollamadas. No había duda: existía. Y no había duda: era una mujer. Poco a poco fue desgranando sus problemas, e involucrándome en ellos. Y, poco a poco, dado que a mí todo aquello me resultaba estrafalariamente inverosímil (supongo que ya era menos tonto que antaño), y así se lo iba trasladando, con frases directas al estilo, lo siento pero no me lo creo, ella fue subiendo la apuesta. Empezó contando que no llegaba a fin de mes, y que estaba en el paro. Luego salieron a la luz supuestas deudas. Un poco más tarde, introdujo a una supuesta hija, a quien no podía mantener. Y quien, curiosamente, nunca estaba con ella. Si no recuerdo mal, estaba enferma, y necesitaba medicinas, por supuesto carísimas y de difícil acceso para una pobre madre soltera desamparada. El padre, en fin: ni me acuerdo cuál era su paradero, pero por supuesto no podía ayudar. El Gobierno de su país… tampoco iba a asistir a una madre soltera sin recursos. Finalmente, supongo que ya a la desesperada, días después, contó que se había metido en un problema legal gordo, y que estaba a un paso de acabar en la cárcel. Es obvio deducirlo, pero quizá no está de más aclararlo: me pedía dinero. Aunque insisto: ella fue inteligente, meticulosa, y lo peor de todo, paciente. No me lo pidió hasta pasadas unas semanas. Toda esta historia, cabe añadir, enmarcada en la distancia, pues ella vivía lejos, en una remota población francesa. No me apetece revivirlo al detalle, y sigue sin ser necesario, pero solo un apunte: conseguí que me mandara su ubicación. No procedía de Francia, sino de Costa de Marfil.

Ya deducen, queridos lectores, la continuación, y lo que me salvó, pero, por si acaso lo diré: acabó esfumándose, y ser yo pobre contribuyó a su desaparición.   

La frustración y el cabreo, en ambos casos, en especial en el segundo, fueron mayúsculos. Zorra hija de puta, pensé; hay que ser psicópata para pergeñar algo así.

Desgraciadamente no fue un caso aislado, y aún hoy siguen dándose. Casi todos suceden en esa aplicación de fondo rojo, y si sirve de algo, lo denuncio en este párrafo.

       Una vez recibí un SMS. En esta ocasión era de Correos. <<Su paquete está a la espera de ser recogido>>…

       Una vez recibí un SMS. Era de Netflix. Mi cuota no había sido abonada. <<Por favor, acceda al enlace y efectúe el pago>>…

       Una vez recibí un SMS. Era de MRW…

       Una vez, hace poquísimo, recibí un email. Era de <<nadie>>. En el asunto: <Hemos intentado contactar con usted – ¡Por favor, responda!>.

En el cuerpo del mensaje:

Tenemos un mensaje importante para ti!

Lo transcribo tal cual, pues lo tengo delante.

       Una vez, no hace tanto, me hice una cuenta nueva en Wallapop, pues debía desprenderme de mobiliario y trastos variados. A los pocos minutos de tener la cuenta activa, me llegaron algunos mensajes. Supuestos compradores estaban interesados en mis productos ofertados…

       Una vez recibí un mensaje por WhatsApp. Era alguien que decía conocerme. Como si fuera un juego, me proponía que lo adivinara. Le bloqueé.

       Una vez, lo que considero LA VEZ, hace cosa de año y medio, entré, como cada mañana, a mi cuenta de Instagram (para cotillear en las vidas ajenas, por qué negarlo), descubriendo que no tenía acceso. Tampoco lo tenía a Facebook, ni a Twitter. En paralelo, un email de Meta me alertaba de que alguien desde Hanoi había entrado a mis redes sociales. A partir de ese momento, intercambio de correos electrónicos con supuesto personal de Meta. Yo no he hecho nada, me han hackeado, maldita sea… Pero de nada sirvió. No sé qué hicieron los ciberdelincuentes, pero el resultado final es que no pude recuperar el control de mis redes sociales; desaparecieron.

Facebook, Twitter e Instagram, hasta nunca. Pero no quedó hay la cosa: fue un efecto dominó. Al cabo de unos días “cayó” LinkedIn; al cabo de unos días más, mi cuenta de Airbnb… Al cabo de aproximadamente un mes, el plato fuerte: una llamada de la oficina antifraude de mi banco me alertaba sobre una intromisión en mi cuenta bancaria. Alguien había intentado hacer un bizum de veinte euros. A diferencia de Meta, en el banco fueron competentes, y no pasó nada. Bueno; casi nada. Cambio de tarjetas y una nueva ficha virtual de cliente.

Pasó la tormenta, hice redes sociales nuevas (aviso a navegantes: ahora con contraseñas de cincuenta dígitos compuestas por una combinación de letras, números y signos —en serio—, y protegidas mediante la verificación de seguridad en dos pasos), y ya solo me quedaba olvidarme de ese desagradable episodio.

No obstante, una pregunta me quedó rondando por la mente durante semanas: ¿por qué? ¿Por qué cojones hacen algo así? Es hacer el mal por el mal. Gratuitamente, pues está claro que a mi poco iban a chantajearme. (¿Recuerdan ustedes lo de las ventajas de ser pobre?).

¿Por qué? ¿Por qué —pensaba, entre risas, desesperación, rabia, impotencia y tristeza— existe tal cantidad de hijos de puta en el mundo?

       Una vez, que corresponde a hoy, a ahora, mientras escribo este artículo, y lo juro… acabo de recibir un SMS. Es de la DGT. Dice así:

DGT: Dispone de 24 horas restantes para pagar la multa del **/**/2024. Consulte en el siguiente enlace: http://…

“Dispone de 24 horas restantes…” No le vendría mal, a esta panda de malnacidos, un cursillo de sintaxis.

       Una vez, hace mucho…

      Una vez, hace poco…

Hoy…

Mañana…

El año que viene…

       Una vez, recientemente, entré en una red social, no importa cuál, y comenté una publicación, no importa el contenido. Me sonaba sospechosamente fraudulenta la persona que lo publicaba, por lo que, sin poder contener mi rabia —acumulada durante años, valga decir en mi descargo—, me despaché a gusto con mi comentario (no importa qué pusiera; lo importante es el hecho en sí). Vehemente hostilidad, y rebasando por bastante la línea que separa el respeto de la mala educación. Me quedé tan pancho, y durante unos minutos pensé: Que se joda. Que se jodan toda su progenie. Me cago en él/ella, en todos sus ancestros, en todos sus descendientes, y en todo lo que este relacionado con ellos. Y, aunque dicho con un poquito más de refinamiento, ese venía a ser el mensaje central de mi(s) comentario(s).

No me siento orgulloso, ni ahora ni cuando lo puse, pero quizá algunos o muchos de ustedes puedan entenderme: la ira es una emoción que se alimenta de sí misma, y que no tiene reparo ni dificultad para desbocarse. Cuando uno es rehén de ella, es casi imposible domarla. Al menos en fases iniciales. Yo me encolerizaba más y más a medida que tecleaba. Era como si toda la frustración, impotencia, y, por supuesto ira que tenía acumuladas, confluyeran allí y entonces.

Tras “descargarme”, pasaron unos minutos. Transcurridos los cuales, recibí una respuesta a alguno de mis comentarios. Lo escribía la misma persona que firmaba la publicación, simiente de mi enajenación. Era una chica. Me recriminó airadamente mi actitud, muy ofendida. Y se le sumó un pequeño rebaño de aliados improvisados, ciberdefensores, quienes me avasallaron con reproches. Hicieron lo propio: pusieron sobre la mesa mi pésima actitud y mi inaceptable falta de respeto, y, metafóricamente, me dieron escobazos para que me largara. Una mierda me iba a largar; la ira seguía centelleando en mi interior; me trepaba por la garganta hasta explosionar en mi cerebro, y en ese estado de enajenación, era incapaz de siquiera valorar la posibilidad de que se me estuviera yendo la olla, atacando salvajemente a un usuario inocente.

En cuestión de minutos se organizó una suerte de guerra virtual. Los bandos eran, por un lado yo, y por el otro, un ejército de desconocidos. Todos ellos disparaban su munición contra mí. Yo la iba esquivando o absorbiendo, y luego contratacando. Y durante la siguiente hora, intenté arremeter contra todos, enzarzado en varios frentes. Incapaz de canalizar el odio, ciego por él, iba saltando de uno a otro, contestando a cada uno de sus despectivos comentarios hacia mí.  

Poco a poco fue recobrando la cordura, entendí que me había equivocado, que la persona que había detrás de esa publicación que tanto me enervó, no era ningún timador, y que bueno; había metido la pata. Me fui calmando, y terminé por cesar. Del todo. Tanto que borré mis malsonantes comentarios y me rendí. No obstante, antes de retirarme de esa red social, y de esa guerra absurda que yo había propiciado, antes de cerrar el portátil, vi un último comentario injuriándome gravemente: ¡blablablá!, y ¡blablablá! Punto. ¡Blablablá! <<¡No se puede tener ese odio!>>, era la frase que cerraba el mensaje.

Yo también cerré, el portátil y la luz. Me tumbé en la cama (Virgen Santa; pasaban treinta minutos de la una de la madrugada), exhalé un profundo suspiro y cerré también los ojos.

No se puede tener ese odio. La frase pululaba por mi mente sin cesar, como una mosca molesta e insistente que zumba alrededor de nuestra cabeza sin cesar. No se puede, no se puede… Me revolvía en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Estaba en un estado adrenalínico. No se puede tener ese odio fíjate donde te lleva ese odio a atacar a personas inocentes. Ya no sabía en que postura ponerme. Auguraba una noche en vela. Me sentía mal, entre avergonzado y culpable.

Tenían razón: no se podía tener ese odio. Tenía que relajarme y recapacitar…

Lo haría… hasta la siguiente cabronada.

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Dylan D. Doe

Guionista. Articulista. Novelista. Superviviente.

"La derrota tiene algo positivo: nunca es definitiva.
En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitva."
- José Saramago

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